La mula

Crítica de Andrés Brandariz - Cinemarama

Pero nadie me diga cobarde / sin saber hasta dónde te quiero

A esta altura, elogiar la voluntad imparable de filmar que exhibe Clint Eastwood es un lugar común. Es más: últimamente, su carácter prolífico le basta a muchos para celebrar cualquier cosa que se le ocurre filmar. Luego de poblar la primera década del 2000 con un conjunto de películas brillantes, el legendario actor y director está cerrando la segunda con un repertorio menos consistente, pero de un estimulante eclecticismo. La vinculación de su nombre a un proyecto cualquiera basta para encender el interés: en este caso, un policial con eje en los narcos, a esta altura ya un subgénero que satura las propuestas provenientes de los Estados Unidos. A priori, La mula ofrecía varios atractivos. Clint volvía a ponerse frente a cámara luego de anunciar su retiro de la actuación y se reunía nuevamente con Nick Schenk, guionista de Gran Torino: una de sus mejores películas de la década pasada, entre las que mejor supo dialogar con todas las encarnaciones de esa persona/personaje mítico llamado Clint Eastwood.

La mula está basada en un hecho real, continuando la reciente tradición de películas del director. Es la historia de Earl Stone: un horticultor muy exitoso que, a lo largo de su vida, siempre puso el trabajo por encima de su familia. Ya anciano, Earl está en bancarrota y tanto su hija (Alison Eastwood) como su ex esposa (Dianne Wiest) lo juzgan duramente por los errores del pasado. El único vínculo cálido que mantiene es el que lo une a su nieta (Taissa Farmiga). Urgido económicamente y deseoso de enmendar con regalos las ausencias de toda una vida, Earl acepta un extraño trabajo: trasladar en su camioneta los misteriosos paquetes que un grupo de jóvenes mexicanos cargan en su baúl dentro de un garage. En primera instancia, el trabajo parece soñado: son trayectos cortos, que le reportan una cantidad absurda de dinero sólo por manejar de un lado a otro, cosa que ha hecho toda su vida sin recibir siquiera una multa. Sin embargo, pronto queda clara la realidad del asunto: lo que Earl traslada, en cada recorrido, son cantidades astronómicas de cocaína para el Cartel de Sinaloa. Inicialmente embelesado por el dinero, el anciano comprende que está envuelto en un torbellino del cual le será muy difícil salir. En simultáneo, Earl hará su mejor esfuerzo para recomponer sus vínculos familiares y especialmente todo la relación con su ex esposa: con su vida en riesgo, se hace importante saber que vale la pena vivir por alguien.

La mula no es, ciertamente, Gran Torino: tiene una ligereza que, si bien es bienvenida como actitud (en tanto implica el rechazo de la solemnidad y la autoimportancia que este cuento sobre la redención tentaría en otros directores), adelgaza los conflictos; como varias de las últimas películas de Eastwood, la narración de La mula por momentos parece contentarse con ir de un punto al otro sin demasiada ceremonia. Por otro lado, es una película que, dentro de esta ligereza de tono, apuesta decididamente al humor: sobre todo a costa de su protagonista y a los equívocos que se producen cuando todavía no sabe de qué se trata su nuevo trabajo. Más allá de la gracia de las situaciones escritas, hay un juego de meta-ironía muy lúdico (indudablemente autoconsciente) en ver a Eastwood, badass por antonomasia, confundido y apichonado ante unos narcos con el doble de masa muscular. Del Oeste de Sergio Leone al Estados Unidos de la era Trump, el Hombre sin Nombre ha recorrido un largo camino; de tomar las riendas de cada pueblo en el cual desensillaba su caballo se ha convertido en empleado de los bandidos al volante de una camioneta destartalada.

La película también se divierte a costa de la fama de galán del actor: en la película, Earl coquetea con varias mujeres (todas más jóvenes que él), ante la mirada decepcionada de su ex, y hasta recibe como “regalo” un trío de parte de uno de los capos narcos (Andy García, que se divierte mucho). Hay, en esta secuencia un infame, un travelling ascendente por los cuerpos de las chicas que se contonean abrazadas a los narcos que parece algo más cercano a Showmatch que a lo que se esperaría de quien filmó El sustituto. Es a la hora de abordar a los personajes de la exesposa y de la nieta, fundamentales para que la película cobre dimensión emotiva, que la película se resiente más notablemente. Ambas adolecen de líneas de diálogo muy pobres y de un desarrollo bastante precario. Taissa Farmiga merece reconocimiento por salir indemne de algunos de los textos más planos de toda la película, mientras que Dianne Wiest sobreactúa tristemente: particularmente sobre el cierre, en una escena que pretendía ser muy emotiva pero en la que Eastwood parece haberse olvidado de cómo filmar y cómo actuar. Por otro lado, las relaciones de amistad con algunos de los narcos más tolerantes y flexibles, que consiguen exitosamente correr a La mula de los esquematismos, son rápidamente olvidadas sobre el final y no tienen cierre de ningún tipo.

En fin: le falta gravitas, está flojamente escrita, pero La Mula todavía tiene algo que decir sobre Eastwood como ícono cultural en relación con el mundo en el que habita. Es otra de esas películas que resisten a puro oficio, gracias a un director tenaz que sigue obsesionado con contar.