La luz entre los océanos

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

Cuando Derek Cianfrance llegó a las pantallas con “Blue Valentine” (2010) no sólo resignificó el cine de amor y de desamor, sino que planteó un nuevo esquema relacionado a las películas con historias de parejas complicadas, aquellas que se dicen apasionadamente te amo con la misma fuerza que se pueden estar clavando un puñal por la espalda.
Y tras la fallida “Cruce de Caminos” vuelve al ruedo con un filme que, dentro de aquello que estaba configurando como su obra, termina por generar ruido no porque trabaje mal con el material inspirador (la novela de M. L. Stedman), todo lo contrario, sino porque se da el gusto personal, una vez más, de regodearse en el morbo que le genera una historia de amor épica con una mentira enorme en el medio.
“La luz entre los océanos” (USA, 2016), protagonizada por Michael Fassbender y Alicia Vikander, trata sobre una pareja, muy despareja, que por motivos de conveniencia, en parte, y por una atracción irrefrenable, también, decidirán que lo mejor que les puede pasar es estar unidos ante cualquier adversidad que les toque atravesar.
Él (Fassbender) volvió de la guerra y acepta tomar un cargo interino en un faro, alejado del pueblo más cercano, para convivir, sin mencionárselo a nadie, con las pesadillas y fantasmas que trajo del frente de batalla.
Ella (Vikander) es una joven que vive con sus padres, y cuyo único fin en la vida es esperar a que un caballero la corteje y la saque de la rutina en la que se ve envuelta, plagada de tareas hogareñas y compromisos familiares con los que no quiere lidiar.
En el primer encuentro ambos se seducen, ella con su sencillez y el con la rudeza y madurez que la contienda le supo dar, apartándolo de sus pensamientos más instintivos e impulsivos relacionados a su relación con el sexo opuesto.
Durante un tiempo el recuerdo de ese encuentro será justamente eso, un dato al pasar entre ambos que no reviste de otro sentido aquellas miradas que se cruzaron, juguetonamente, en medio de un almuerzo junto a los padres de ella.
Pero cuando la soledad y el tedio de él, en medio de ese faro lejos de todo, se potencie al ser confirmado como el custodio del faro por tres años, y no interinamente como originalmente se le había planteado, gracias al apuro de ella por convencerlo que tienen que estar juntos, se precipita una boda que traerá a ambos más desgracias que alegrías.
Cianfrance filma todo con una estética publicitaria, de aquellos avisos de Ford de los años setenta, con el horizonte plagado de luz y la pareja besándose y amándose como en los cuentos de hadas, y cuando el dolor y la angustia, y una tragedia que será aprovechada por la pareja, se sume a la historia, continúa narrando como si nada hubiese pasado.
La efectiva banda sonora de Alexander Desplat, funciona como nexo entre aquellas escenas en las que el director prefiere dejar a los actores trabajar solos sobre la culpa, el recelo, el resentimiento, y otros sentimientos particulares que se desprenderán de la decisión que uno de ellos tome para poder salir de la soledad en la que ambos, en esa oscura y triste isla del faro, estaban viviendo.
Pero Cianfrance se regodea en ese dolor, no puede más que revertir cierto aire a telefilme de Hallmark con la incorporación del personaje que interpreta la siempre efectiva Rachel Weisz, una especie de voz de la conciencia de él que lo hará tomar una decisión que cambiará para siempre el destino de ambos. Fallida.