La larga noche de Francisco Sanctis

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

El fuera de campo como amenaza permanente.

Avanza el año 1977, amanece en la ciudad de Buenos Aires y Francisco Sanctis se prepara para un día que amenaza con ser igual a tantos otros: desayuno a las apuradas y de parado, llevar a los chicos al colegio y cumplir el horario en la distribuidora de alimentos en la que trabaja con la módica motivación de un ascenso prometido hace meses. Tanto tiempo hace que espera esto último, que ni siquiera su familia se lo toma en serio. “Bla, bla, bla”, responden entre risas sus hijos y su mujer ante la enésima mención de esa posibilidad. Que La larga noche de Francisco Sanctis elija ese recorte para presentar a sus personajes invita a suponer que se estará ante un relato que hará del costumbrismo más perimido una de sus coordenadas fundacionales, pero cuando la cámara no se inmute ante la evidente mueca de malestar del padre por el chistecito, manteniéndose firme en una esquina de la cocina-comedor donde trascurre la escena, se verá que en realidad el rumbo será otro. Porque en esa insatisfacción sutil, no subrayada, podría cifrarse una de las motivaciones para elegir enfrentarse a una encrucijada que le cambiará la vida. Claro que él, a esa altura del día, ni siquiera lo supone. Y el espectador, felizmente, tampoco.

Ganadora de la Competencia Internacional de la última edición del Bafici, y parte de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, la de Andrea Testa y Francisco Márquez es una de esas óperas primas que no lo parecen. Sólida y segura de sus decisiones formales y narrativas durante sus justísimos 76 minutos, opresiva como esa noche que irá carcomiendo los cimientos éticos del protagonista, la película, basada en la prácticamente inhallable novela homónima de Humberto Costantini, comienza como el relato gris de un hombre gris. Puertas afuera las cosas son distintas: en el colectivo, Francisco (un Diego Velázquez extraordinariamente minimalista) ve una situación de violencia callejera que el fuera de foco difumina hasta volverla una masa de sombras y contornos. Es, además de un uso ejemplar de un recurso sustancial para el relato como el fuera de campo, el síntoma que no todo está tan bien como parece. ¿Por qué lo primero que hace es decirles a sus hijos que no pasó nada, que no miren, casi sin mosquearse? Sucede que Sanctis sabe.

Esa misma mañana recibe el llamado de una vieja compañera de militancia –y quizá algo más– para un reencuentro. Reencuentro que en realidad no es otra cosa que la excusa para darle los nombres de dos personas a las que las Fuerzas Armadas irán a buscar esa misma noche y el pedido, casi la exigencia, de que les avise. “Buscar”, dice ella; no “chupar”, ni “secuestrar”, ni “desaparecer”. Porque el guión, lejos del cine declamatorio y con más intenciones expiatorias que artísticas que tematizó la dictadura durante el reverdecer democrático, está construido sobre la base de una conciencia profunda en las circunstancias teñidas de violencia de sus personajes. Mejor dicho, de una idea de violencia. En ese sentido, si la represión estatal de los 70 aparece en el cine argentino contemporáneo (en el documental, pero también en la ficción) tematizada una y otra vez desde su vertiente física, aquí todo es psicológico, casi metafísico.

El miedo se ilustra en los sonidos de una ciudad ominosa, solitaria y crepuscular, y en la observación paranoica y cargada de desconfianza de un entorno que no se ve pero siente, cortesía de una cámara dispuesta a todo menos a mostrar la totalidad de lo que ve Sanctis. Testa y Márquez, entonces, se limitan a acompañar las cavilaciones de un antihéroe tironeado entre las convicciones políticas olvidadas y la comodidad de una vida en apariencia modélica. Como en las buenas películas, las dudas no se ponen en palabras sino que se definen en acciones y gestos. Así, hecha sobre esa base de recortes, movimientos y miradas en primer plano, a La larga noche... no le hace falta mostrar Ford Falcon verdes ni militares o fusiles para hacer del aire de época algo tan palpable y maléfico como invisible y concreto, preludiando así una noche que se extenderá bastante más allá del próximo amanecer.