La larga noche de Francisco Sanctis

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

-Ganadora de la Competencia Internacional del último BAFICI y seleccionada para la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, la ópera prima de ficción de Testa y Márquez es una inquietante, ominosa y alucionatoria transposición de la novela homónima de Humberto Costantini sobre un cuarentón de vida gris y sin compromiso político (notable trabajo de Diego Velázquez) que vivirá una noche de furia en plena dictadura militar.
El cine argentino, sobre todo durante la primavera alfonsinista y en la reciente era kirchnerista, incursionó hasta el hartazgo en la violencia política de la década de 1970. Por eso, cada nueva aproximación a aquellos nefastos tiempos de la dictadura militar obliga a las mismas preguntas de siempre: ¿Para qué? ¿Hay algo nuevo que decir?

Las respuestas en el caso de esta ópera prima de Testa y Márquez son afirmativas porque esta transposición de la novela homónima de Humberto Costantini publicada en 1984 escapa del péndulo historia de militantes-historia de militares para concentrarse en una noche de furia (con algo del Después de hora scorseseano) de un representante de esa “mayoría silenciosa” y cultor del “no te metás”.

En efecto, los primeros minutos nos presentan a Francisco Sanctis (impecable trabajo de Diego Velázquez) como un tipo común y corriente, bastante gris por cierto, un padre de familia tipo que alguna vez coqueteó con ser poeta y hoy es un sumiso “empleado del mes” que recibe el agradecimiento de sus jefes, pero nunca consigue el ascenso prometido.

Una noche (la larga noche a la que alude el título) es contactado por una misteriosa mujer que aparentemente fue un viejo amor dos décadas atrás y que dice ser ahora la esposa de un oficial de la Aeronáutica. Ella tiene los nombres de unas personas que son perseguidas por los militares. “Los van a buscar”, le dice. El, que no tiene ningún tipo de compromiso ni interés político, deberá decidirse entre hacerse el boludo una vez más o empezar a deambular por la ciudad nocturna y semivacía para intentar salvar esas vidas. El uso irónico de la canción Yo quiero tener un millón de amigos, de Roberto Carlos, funciona a la perfección en ese contexto personal y social.

Entre bares y cines, Francisco -un tipo que no es enteramente patético ni tampoco una persona del todo noble- vivirá en carne propia el miedo, será un reflejo, un símbolo de la paranoia reinante. Ominosa y alucinatoria sin necesidad de cargar las tintas, se trata de una película de climas, de sensaciones, de estados de ánimo con una impecable puesta en escena, una lograda reconstrucción de época y una notable actuación de Velázquez como el típico antihéroe que está en el lugar equivocado en el momento justo.