La ilusión de estar contigo

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Juegos y asociaciones alrededor de Flaubert.

“No se puede hacer más lento”, desafiaba el fabuloso ilusionista René Lavand, cuando quería incrementar la participación del público en sus trucos. Así, como un moroso guiño hacia el espectador, se desenvuelve, de atrás hacia delante, el título original de La ilusión de estar contigo. Primero se lee “Bovery”, después “emma”, finalmente el título completo, Gemma Bovery. Gemma Bovery, qué manera de llamarse, para una mujer que va a parar justo a Normandía, donde un siglo y medio atrás vivió su casi tocaya Emma Bovary. Para más casualidad –imposible casualidad “de biógrafo”, guiño compartido de juego de salón–, el marido se llama Charles, igual que aquel médico de provincia junto a quien se aburría Emma. Cuánto se parecen Emma y Gemma y hasta qué punto un vecino que leyó la novela parece estar reescribiéndola en vivo, sin advertirlo, como un Pierre Menard en acción: de eso se trata La ilusión de estar contigo, desdichado título local, que en tren de adocenar barre con el fondo mismo de la cuestión, que el original expone con perfecta concisión.

“Hace siete años que volví a mi pueblo, tras haber trabajado como editor en París”, cuenta Martin (el impagable Fabrice Luchini) desde el off, en la escena introductoria. Editor: conviene retener ese dato. Como todo film lúdico, La ilusión de estar contigo exige estar atento a los detalles, que como en los policiales pueden encerrar claves que permiten participar del juego. Martin ahora trabaja como panadero, la profesión del padre, y lleva una vida tranquila en un pueblo tranquilo, junto a su esposa e hijo adolescente. Tranquila hasta que a la casa de enfrente se mudan unos vecinos ingleses: los Bovery. Charles (Jason Flemyng) es restaurador de muebles, y su esposa Gemma (Gemma Arterton) se dedica al diseño de interiores. Joven y pecosa, sexy y atractiva, para Martin es verla y caer flechado. “En un segundo, con ese gesto insignificante, se acabaron para mí diez años de tranquilidad sexual”, piensa para sí cuando su nueva vecina se da vuelta para saludarlo.

¿Cuánto tiene que ver en ese flechazo que la chica se llame como se llama? Es una pregunta para hacerse, teniendo en cuenta que Martin es bibliófilo, flaubertiano y amante del opus magnum del autor de Bouvard y Pécuchet. Inteligentemente, la película dirigida y coescrita por Anne Fontaine (Cómo maté a mi padre, Coco antes de Chanel) junto a ese guionista siempre filoso que es Pascal Bonitzer (ex crítico de Cahiers du Cinéma, autor de conocidos libros sobre teoría cinematográfica y guionista de cantidad de películas de Jacques Rivette, André Téchiné y Raúl Ruiz), a partir de una novela gráfica de Posy Simmonds, plantea un juego de asociaciones y disociaciones. Gemma se comporta y no se comporta como su antecesora. Tiene un amante, el joven castellano Hervé (Niels Schneider, el chico rubio como El Principito de Yo maté a mi madre, de Xavier Dolan), pero no motivada por una necesidad de fuga romántica. Tampoco se trata de una trágica, y en este punto la novela de Simmonds guarda en la manga hasta último momento una ridiculización verdaderamente envenenada de la novela de Flaubert.

Asociaciones, disociaciones y permutaciones: quien no distingue realidad de fantasía, como consecuencia de su excesiva frecuentación literaria, no es Gemma sino Martin, quien además, a partir de determinado momento, comenzará a intervenir como “editor” en la vida y, sobre todo, los amores de su amor imposible. “Me pasó algo curioso, me sentí un director de cine, dirigiendo desde lejos a ella y a Hervé”, dice otra vez Martin para sí. A partir de ese momento será imposible saber con certeza –deliciosas ambigüedades de la primera persona en el relato cinematográfico– cuánto de lo que se ve sucede en realidad y cuánto es imaginado o “editado” por el narrador. Que además –precioso detalle– le cuenta el cuento a su perro en el off. Una persona que tiene por interlocutor a quien no puede entenderle ni contestarle no está del todo bien.

Así como están algo descuidados los personajes de Gemma y Charles (¿qué lleva a ella a serle infiel? ¿qué cosa del decadente Hervé la atrae? ¿cómo vive él la infidelidad de su esposa?), el de Martin no podría estar mejor atendido. Visto en mil películas y seguramente menos reconocido de lo que merece (entre ellas Las noches de la luna llena y El árbol, el intendente y la mediateca de Eric Rohmer, Potiche y En la casa de François Ozon), al genial Fabrice Luchini, maestro de la autorridiculización, le basta abrir un poco los ojos para dejarse ver como un niño grande, tan digno de piedad como de la más cómica de las tragedias.