La forma del agua

Crítica de Matías Orta - A Sala Llena

“To a new world of gods and monsters!”

La Novia de Frankenstein

Guillermo del Toro supo contar que de chico, no contento con la religión católica, su Santa Trinidad personal estaba conformada por Frankenstein, el Hombre Lobo y el Monstruo de la Laguna Negra. Desde el principio, el director mexicano sintió una empatía por aquellos seres aparentemente surgidos para aterrar (a los que se suman Drácula y la Momia), porque nunca perdió de vista la verdadera esencia que los compone. Detrás de las pieles cosidas, los colmillos, las vendas o las escamas, esas criaturas tienen sentimientos atormentados, incomprendidos. Muchas veces solo matan para sobrevivir. No son santos, pero tampoco la amenaza que nos vende la cultura popular. Son románticos en el sentido más alemán del término. Incluso las novelas o leyendas que les dan origen dan cuenta de la complejidad inherente a cada uno. En la obra de GDT, el monstruo o el fantasma es el Otro, el diferente, el que ya provoca rechazo por su aspecto, como si el exterior horripilante confirmara oscuras intenciones. James Whale fue el pionero cinematográfico en este enfoque, gracias a sus películas de Frankenstein. También allí Whale se encarga de mostrar que en realidad los más monstruosos son los humanos: científicos que pretenden emular a Dios, lugareños que por ignorancia quieren linchar a los engendros. Los únicos capaces de comprender a los monstruos son también Otros: humanos puros como los niños, o como los adultos que quedan fuera del canon de normalidad, según el estatus quo. Whale también podía comprenderlos, al ser homosexual en una época donde confesarlo podía significar desprestigio. Del Toro también los comprende, y lo hace por su origen latino. “Soy mexicano, he sido la otredad toda mi vida”, dijo en una entrevista, muy consciente -y muy orgulloso- de su condición. La Forma del Agua es otro gran ejemplo.

Estamos en 1962. Elisa Esposito (Sally Hawkins) es muda y trabaja como empleada de limpieza en un laboratorio de investigación gubernamental en Baltimore, Estados Unidos. Sus únicos amigos son Giles (Richard Jenkins), el vecino artista plástico, y Zelda (Octavia Spencer), una compañera de trabajo. Elisa es soltera, pero eso no parece deprimirla. Todo cambia cuando al laboratorio llegan dos individuos: un anfibio humanoide traído del Amazonas (Doug Jones) y Strickland (Michael Shannon), el despiadado coronel que lo capturó. Entre Elisa y el ser acuático surgirá una conexión que desafía toda clase de tabúes.

Del Toro ya había contado historias de amor: Hellboy (Ron Perlman) y Liz Sherman (Selma Blair) en los dos films del (anti)superhéroe Rojo; Raleigh (Charlie Hunnam) y Maco (Rinko Kikuchi) en Titanes del Pacífico, e incluso el acercamiento entre Abe Sapiens y la Princesa Nuala en Hellboy 2: El Ejército Dorado. A su manera, la relación entre Jesús Gris (Federico Luppi) y su nieta en Cronos también ingresa en la categoría de historia de amor. En La Forma del Agua, la relación Elisa-Hombre Anfibio constituye el corazón de la película. De hecho, se trata de una vuelta de tuerca al relato de La Bella y la Bestia: aquí la Bestia es prisionera en el dominio de la Bella, de los humanos, aunque el verdadero giro aparece sobre el final. También podemos encontrar guiños a El Monstruo de la Laguna Negra, a la producción rusa El Hombre Anfibio, al cine de espionaje (son los tiempos de la Guerra Fría y tenemos una carrera espacial de por medio) y hasta a los musicales clásicos de Hollywood. Sin embargo, como en sus creaciones previas, Del Toro no se sostiene con homenajes fáciles sino que usa las referencias para enriquecer su visión.

Como los mejores autores, Del Toro sabe darle una identidad propia a cada película, al margen de mantener el sello propio. Una vez más hay un monstruo, que también es una especie de Dios. Hay un personaje que lo entiende, lo protege y se alía en su causa. Hay una némesis, y de carácter fascista, como en El Espinazo del Diablo y El Laberinto del Fauno… pero ahora el tono es el de un cuento de hadas adulto, con sexo incluido. Esta innovación tiene su razón de ser: conocer la vida sexual de los personajes permite indagar en su intimidad de manera más honesta; cada masturbación o copulación permite adentrarse en la psicología y el estado de ánimo.

El marco histórico le permite al director hablar de un mundo en proceso de cambio político, social y cultural, en el que las minorías (negros, homosexuales) siguen siendo una mala palabra, pero en donde también comienza a desmoronarse la fachada del american way of life, con la familia tipo (blanca, por supuesto), sus sonrisas, sus televisores y sus autos último modelo. GDT sabe combinar estos elementos de la vida real con su imaginería y su capacidad de hacer verosímiles las situaciones más extravagantes. Este equilibrio se traduce en la estética, donde resulta crucial el danés Dan Laustsen, su director de fotografía fetiche junto a Guillermo Navarro.

Sally Hawkins es la Elisa perfecta, una Bella no bella (detalle pensado por el realizador) pero auténtica. Doug Jones interpreta a una nueva criatura de la filmografía de GDT, y su Hombre Anfibio es de las más impactantes, convincentes y conmovedoras junto al Fauno y al Hombre Pálido de El Laberinto… y al Ángel de la Muerte de Hellboy 2. Richard Jenkins, Octavia Spencer y Michael Stuhlbarg son secundarios de la trama principal, pero también protagonistas de sus propias subtramas, lo que les da mayor peso dramático. En cuanto a Michael Shannon, reúne todas las peores características de un mal hombre, aunque Del Toro, como sabe hacer, le otorga una vulnerabilidad que lo aleja del villano de caricatura.

En La Forma del Agua, Guillermo del Toro sigue demostrando que es a los monstruos lo que Martin Scorsese a los gangsters: no los inventó, pero se nutrió de los clásicos para darles su propia interpretación, respetando la esencia de lo que los hace únicos. Como los grandes narradores, entiende que la fantasía es un vehículo formidable para hablar de los problemas de todos los días y de todas las épocas.