La fiesta de la vida

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Típica comedia francesa con todos los elementos del género y del origen, los mismos que instalaron al cine francés entre los mejores por su originalidad, al menos.

En esta oportunidad, nada de eso se cumple, la sola intención de especularidad, dicho esto en tanto propósito de reflejar la vida misma a partir de un hecho, en un acto cotidiano no da con resultados demasiado favorables.

La pareja de directores Eric Toledano y Olivier Nakache se hicieron famosos por su primer filme, una comedia dramática que se convirtió en un éxito sin profundizar demasiado y de manera casi inocua, con roces en temática del orden de la política social y la discriminación racial nuestra de cada día, sin demasiadas complejidades, “Intocables” (2011).

En esta oportunidad, si bien por debajo de “Intocables”, se recuperaron un poco, sólo un poco, de los resultados de la menos que regular “Samba” (2014), que se inmiscuía con los mismos temas, más ampulosamente, mucho menos efectiva. Ahora abandonando el perfil socio político, solo un reflejo de un catalogo de personajes comunes en situación particular, cuando no especial, dispensando al espectador momentos de sonrisas y sortilegio, sin la más mínima sátira.

Max (Jean-Pierre Bacri) es el dueño de una empresa de fiestas, de la que se hace cargo de todos los detalles y deseos de quienes lo contratan, pero parece estar llegando al límite de su paciencia.

Esto queda claro en la primera escena en la que Bacri demuestra, sin demasiado esfuerzo, la razón por la que es catalogado como uno de los mejores actores de su generación.

La historia se centra en una fiesta de casamiento, él, como siempre, se halla organizando lo que podría ser su postrimero trabajo.

Está esperando la oferta de compra para vender e irse lejos. Nadie lo sabe, ni su esposa, ausente de todo, ni Julien (Vincent Macaigne) su cuñado que, obligados ambos, trabaja en la empresa.

La fastuosa fiesta se desarrolla en un castillo del siglo XVII, en su noche final debe lidiar con sus ineptos empleados, pequeñas rebeldías, el chantaje de su amante, reyertas dentro del equipo por celos ancestrales, a las causalidades y casualidades se le suma el novio de la boda, un narcisista de libro, todo un monumento al snobismo, con la inteligencia de una ameba. Por lo tanto el lema de Max se debe potenciar para producir milagros, “nos adaptamos”, intentando que esa forma de tomar el trabajo, que se traslada a su vida, alcance para subsistir a la noche plagada de inconvenientes sin que los invitados perciban el caos.

El problema del filme es que el guión en si mismo no está a la altura de la idea planteada, es previsible, sólo esperar el próximo desatino de alguien, con situaciones que rozan lo inverosímil, tampoco hay nada fuera del orden de la estructura narrativa, lineal y progresiva, ni búsquedas estéticas que la diferencien.

Si algo sostiene toda la realización son las actuaciones, sumado a los nombrados aparece Gilles Lellouche en el personaje de James, un cantante venido a menos, tratando de ser el animador de la fiesta, sin demasiada experiencia, en tanto que el resto del elenco cumple al por mayor, pero no alcanza para instalar a esta producción como una gran comedia.