La favorita

Crítica de Marina Yuszczuk - Las 12 - Página 12

De todas las “grandes” películas recientes protagonizadas por mujeres -que constituyen, es cierto, una novedad y una respuesta en cierta forma a la voluntad colectiva de reclamar más lugar en el cine-, La favorita debe ser la que más tiene para decir sobre el género. Lejos del paternalismo con algún destello de lucidez de Roma, de Cuarón, y de la tibieza con que la Suspiria de Luca Guadagnino trabaja el sexo y la brujería, La favorita hace con los géneros lo mejor que puede hacerse: usarlos para jugar. Y en ese sentido es una fiesta. Yorgos Lanthimos, que en sus anteriores películas estallaba de solemnidad y de la pretensión de resultar profundo, parte de una premisa que funciona perfecto: se puede hacer una película de época en la que cada elemento de esa época sea la excusa para un juego (como ya lo había hecho Sofia Coppola en María Antonieta, ese estallido de moda y cupcakes entre los cuales se hastiaba una niña rica con tristeza). Un tablero demasiado rígido, en cierta forma –según las convenciones que indican que reyes y reinas se comportaban todo el tiempo exactamente igual que sus estiradísimos retratos–, en el que plantear jugadas inesperadas: eso es La favorita, y las fichas que Lanthimos pone en el tablero son inmejorables: Olivia Colman, Rachel Weisz, Emma Stone, un trío de mujeres que en los inicios de un muy ficcional siglo XVIII y en pleno centro de la política del reino son capaces de decirse una a la otra: “Cogeme”.

Ellas son la reina Ana (Olivia Colman), Sarah Churchill, su mano derecha (Rachel Weisz) y Abigail Masham. Sarah es la consejera de la reina y también su amante, cosa que se nos revela en besos tras las puertas con pasión real, o en momentos de intimidad y ternura en los que Sarah -que tiene un esposo en la guerra- cuida a la soberana, con la que tiene una amistad profunda desde que las dos eran niñas. La relación es lo suficientemente intensa e interesante como para tener, de por sí, varias facetas: no se trata para Sarah de conseguir un lugar de poder influenciando a la reina o de ser su amante de años, casi una esposa, sino de las dos cosas a la vez. La llegada de Abigail Masham (Emma Stone) no puede sino ser conflictiva: la chica empieza a trabajar en el palacio como sirvienta y viene de un matrimonio arreglado con un tipo horrible, al que soportó como pudo, pero Sarah, que es su prima, se encargará de tenderle la mano para que pueda volver a la realeza. La película deja en claro que estas son mujeres para las cuales acostarse con tipos, incluso satisfacerlos sexualmente o permitirles que se satisfagan con ellas, es parte de una rutina que también puede incluir fregar los pisos, para Abigail, o hablar en público, para la reina. Deberes, formalidades, entre los cuales se abren paso para dedicarse a lo que realmente les interesa. Que es, por supuesto, el poder, pero también el sexo.

El problema con el lugar de “favorita” de la reina, con lo tentador que pueda resultar, es que no es más que eso, un lugar, y toda la película se trata del intento de Abigail por reemplazar a Sarah en esa función. En esa disputa la reina, una mujer que parece vulnerable y algo deprimida, que perdió 17 hijos y los ha reemplazado por conejos, da la impresión de ser una figura pasiva, pero no es tan así: la originalidad de La favorita es que se trata de una película protagonizada por tres villanas a la vez, y esas villanas son maravillosas. Para cada una hay una construcción compleja y rica: la reina es vulnerable, un cuerpo sufrido y a la vez grandiosa en un traje de montar ortopédico que parece una armadura de caballería, Sarah es una especie de pirata que se viste de varón la mitad del tiempo y hasta se dibuja un bigote, Abigail juega a la mosquita muerta y a la comedia física pero a la vez destila su veneno. Y si unx se puede sobreponer a los mil recursos técnicos con los que Lanthimos enturbia este triángulo brillante, la sorpresa es una película que es comedia y tragedia a la vez, con un toque brutal, y con el tipo de heroínas que el cine clásico supo derrochar, unas que hacen estallar cualquier agenda.