La espía roja

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Un topo naif, con pollera

La Espía Roja (Red Joan, 2018) es una de las propuestas más frustrantes que haya ofrecido el cine británico reciente, aquí más que nunca empardado a lo que sería la típica interpretación hollywoodense simplona de una faena verídica con un enorme potencial: como ocurrió con tantas otras epopeyas históricas similares de las últimas décadas, el séptimo arte actual en su versión mainstream vuelve a demostrar que carece de la astucia para leer los hechos originales en toda su complejidad y ni siquiera logra redondear un lienzo maniqueo aunque entretenido como aquellos yanquis/ europeos de antaño. En esta ocasión estábamos ante la oportunidad de construir un thriller de espionaje old school basado en el muy interesante derrotero de Melita Norwood (1912-2005), la agente soviética con más años en servicio dentro del aparato de inteligencia inglés, léase tres décadas de pasarles secretos a los rusos en el contexto más álgido e impredecible de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.

El director Trevor Nunn y la guionista Lindsay Shapero erigen una pobre mixtura de drama romántico y seudo relato de suspenso testimonial que consigue la “proeza” de licuar el sustrato ideológico comunista de la mujer real en pos de consideraciones vanas hermanadas al corazón y a una perspectiva extremadamente naif por parte del personaje que representa a Norwood en pantalla, nuestro topo. Joan Stanley (Judi Dench en su faceta anciana, Sophie Cookson en sus años mozos) es una bella señorita que estudia física en Cambridge y allí entra en contacto con Sonya (Tereza Srbova) y su primo Leo (Tom Hughes), dos militantes comunistas pegados a la doctrina oficial de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Stanley comienza un romance con Leo y con el tiempo le pasa datos secretos británicos a Sonya cuando empieza a trabajar en la misma división de Max Davis (Stephen Campbell Moore), cabecilla del equipo de científicos que desarrollan la teoría para la bomba atómica.

La trama pronto se pierde en sonseras románticas interminables y se pasa casi toda la primera hora de los 101 minutos totales planteando una especie de triángulo amoroso entre la chica, el siempre esquivo Leo -ese que desaparece de un momento a otro por viajes que quedan flotando en la nebulosa- y el aburridísimo y casado Davis. Así cuando por fin el film se decide a regalarnos un mínimo de tensión en torno a los arcanos que la protagonista le entrega a Sonya, el asunto en su conjunto ya cansó de tal manera al espectador que poco importa el resto del metraje, el cual para colmo se la pasa abusando de una catarata de flashbacks y flashforwards redundantes asentados en un presente en el que la Joan veterana está siendo interrogada por esbirros gubernamentales, ya con su máscara revelada por completo, y soportando los devaneos del histérico de su hijo, el caricaturesco Nick (Ben Miles), quien le suelta de lleno la mano porque traicionó a su país allá lejos y hace tiempo.

Sinceramente La Espía Roja parece armada por un equipo creativo que jamás vio ninguna de las cientos de películas de espionaje que inundaron los mercados mundiales a lo largo de la segunda mitad del Siglo XX, ahora además optando por “justificar” a Stanley desde la sonsera marca registrada de la actualidad: en vez de ser una comunista sin nada que acotar o explicar, el personaje es una especie de pacifista ingenua que afirma haber compartido el avance del programa atómico inglés para que los rusos estén en iguales condiciones tecnológicas/ armamentistas y así no se produzcan abusos entre los dos bandos, por un lado contrapesándose mutuamente y por el otro evitando flamantes masacres en sintonía con Hiroshima y Nagasaki. La noción, que por supuesto es muy linda en el papel y desde el oportunismo del tiempo transcurrido, no tiene nada que ver con los ideales contrapuestos de aquel entonces y con el yugo concreto de los anglosajones y los soviéticos sobre sus respectivos imperios títeres. Lo mejor que se puede decir de la obra es que Cookson -la verdadera protagonista, considerando la generosa duración del racconto- está bastante bien y llegando el final hay algunas escenas eficaces, no obstante el remate mismo es muy simplón y el arco de desarrollo de Stanley es burdo a más no poder, con ella gritando a los cuatro vientos que los rusos deberían tener acceso a los secretos británicos y a posteriori pretendiendo mantener un perfil bajo institucional o fugándose cuando las papas queman…