La cumbre escarlata

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Una casa habitada por sombras

La cumbre escarlata es una película de fantasmas a la que le sobran algunos fantasmas. El más importante de ellos es invocado en la primera escena, diríamos mejor en el primer plano: la protagonista (Mia Wasikowska) tiene una herida reciente que le cruza la cara, tiene machucones, está desgreñada, como si acabara de emerger de un torbellino violento. Su primer fantasma, dice a través de una voz en off que viene a inscribirse con una gentileza dolorida sobre ese intrigante plano medio con el que arranca la película, fue el de su madre. Luego del corte la cámara planea majestuosamente entonces sobre los asistentes a un entierro unos años atrás, entre quienes se encuentra una niña que mira con cara desolada hacia el lugar donde se ubica el féretro. La acción tiene lugar en los Estados Unidos a mediados del siglo diecinueve. La chica perdió a su madre, pero ahora tiene un fantasma; una figura que se le aparece para perturbar su sueño y confundirla acerca de la naturaleza real de la vigilia. La figura espectral repite una letanía incomprensible; en ella le advierte sobre algo (un lugar, quizá) llamado La cumbre escarlata y un peligro que la espera. Esa chica que quiere ser escritora se cría con el bonachón de su padre, curtido self made man al que acuden emprendedores de los inventos más variados con la esperanza de obtener financiación de su parte para llevarlos a cabo en toda regla. Uno de ellos, un noble vaporoso venido con su hermana de Inglaterra, conquista a la chica con modales estrafalarios. Cuando el padre muere asesinado en circunstancias misteriosas, el extranjero se casa con ella y parten ambos hacia un caserón desvencijado en su país de origen. El director Guillermo Del Toro, experto a su manera en criaturas un poco perdidas, un poco lastimadas, tocadas por la voces del pasado, por el filo de traumas perseverantes, monta un espectáculo visualmente deslumbrante ambientado en una época en la que el mundo moderno no logra del todo deshacerse de antiguas rémoras. En Inglaterra reaparece el espíritu inquieto de la madre, pero además los fantasmas empiezan a multiplicarse inopinadamente. La madre repite su mantra esotérico. El nuevo hogar de la chica, que comparte con su marido y su cuñada, es cabalmente hostil. La construcción se viene abajo, como una metáfora de las credenciales nobiliarias vencidas de sus propietarios. El marido ha obtenido la firma de varios cheques de su difunto suegro, y con ellos pone en marcha una monstruosa maquinaria con la que intenta extraer riqueza del suelo compuesto por una tierra rojiza que parece teñirlo todo. El lugar donde está emplazada la casa, nos informan, es llamado por los lugareños La cumbre escarlata a causa del color de esa tierra poco aristocrática. La protagonista advierte la rima con aprehensión. A sus crecientes sospechas sobre las verdaderas intenciones de esa extraña pareja se le suma un malestar físico de origen desconocido. El espectador piensa en Rebecca, Notorious y La sospecha, tres Hitchocks que se suman al gótico no particularmente esmerado que pulsa Del Toro. El personaje pronto se da cuenta de que está en una trampa mortal; el frío de esa casona que representa las sombras del pasado traspasa los huesos y se mete en el alma de quienes la habitan. El fantasma de una mujer que emite lamentos estremecedores con un bebé en brazos molesta demasiado, especialmente porque viene a explicar algunas cosas del argumento. Lo importante es que los dos hermanos son seres solitarios, unidos en un amor prohibido que los deja fuera de toda regla social, convertidos en estafadores de tres al cuarto para sobrevivir. La película, eso lo vemos, es una mezcolanza de elementos no siempre bien asimilados, pero tiene su potencia, la fuerza secreta que surge entre el inventario de almas en pena apresuradas que sobrecarga la trama sin necesidad. La chica va pelear todo lo que pueda: su naturaleza americana, del espacio abierto, la luz solar y los sentimientos francos contra la oscuridad decadentista de los hermanos malditos, representantes del vampirismo triste de una aristocracia en retirada forzosa. Es muy probable que Del Toro no crea demasiado en nada de todo eso, sin embargo. Su película esgrime los modales de un entretenimiento con analogías servidas que pasan como una exhalación, un poco deshilachadas, como sus fantasmas que van dejando jirones en el aire con cada aparición. La melancolía implícita en la idea de una raza al borde de la extinción deja paso rápidamente a los arrebatos gore que marcan los encuentros violentos entre la chica de buen corazón y sus captores. La lucha definitiva entre las dos mujeres, primero en los recovecos lúgubres de la mansión y después bajo un cielo inhóspito color metalizado, con armas filosas sacadas de la cocina, cuchillos, hachas, una pala, cualquier cosa capaz de cortar, desmembrar o aplastar, es de lo mejor que esta película bellamente filmada y escrita de cualquier manera tiene para ofrecer. Jessica Chastain (la hermana) luce hermosa, como siempre, pero hierática; no es la colorada de otras películas sino una morocha azabache, como en ese bodrio de hace unos pocos años titulado Mama. Mia Wasikowsa demostró que llora mejor que nadie, pero que la determinación y el valor de su personaje son también auténticos, como si salieran de cada centímetro de su cuerpo, tal vez del fondo de una desesperación profunda. Las heridas de su cara en ese plano del principio que se replica al final, como aquellas que sugerían un pasado tormentoso en el cuerpo de su personaje en Polvo de estrellas (una actuación acaso consagratoria que pasó desapercibida) son, también, las que expresan una clase de voluntad luminosa: la voluntad de un mundo que quiere vivir. La cumbre escarlata se balancea en el abismo que separa la dimensión de los vivos de la de los muertos.