La cordillera

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Un thriller sobre la confianza
El filme, planteado como un thriller psicológico, analiza los recovecos del poder, creando desconcierto.

Confiar o no confiar. Creer, depositar esperanzas, no querer ver lo que se mira. Mucho de eso hay en La cordillera, la película de Santiago Mitre. Está allí, sentado en el avión presidencial. Escucha. Parece que medita. Las cosas no le están empezando a resultar sencillas a Hernán Blanco (Ricardo Darín), el presidente de la Argentina. Tiene poco tiempo en el Gobierno, pero los palos empiezan a dolerle. No todas sus preocupaciones son por problemas del Estado. El frente interno, familiar, también le muestras amenazas. El ex de su hija Marina (Dolores Fonzi) parece que sabe cosas de su pasado que le ensuciarán algo más que su traje Ermenegildo Zegna. Blanco -lindo nombre para un político, que remite a pureza- ordena que traigan a Marina a Chile, donde asiste a una Cumbre sudamericana.

Así como había contado cómo se construían las alianzas políticas en El estudiante, en La cordillera Mitre vuelve a apostar a la relación paterno filial, como en La patota. Como si confluyeran las dos en ésta, su tercera película, tal vez sea el cierre de una trilogía sobre los vericuetos y manejos del poder.

Blanco está maniatado por su canciller y su jefe de gabinete (un Gerardo Romano medido y exacto) entre apoyar al presidente de Brasil en la Cumbre energética en la cordillera, o no. Uno lo tironea para un lado; el otro recomienda lo contrario. Pero Blanco, al que muchos tildan de blando, sabrá cómo hacer pie y no resbalar en la nieve.

Carisma no le falta. Y tampoco a Ricardo Darín, que es el centro del filme, que sabe ser desconcertante y entrador, y que en sus encuentros y cruces con los personajes de Romano, Fonzi y Erica Rivas -ambas cumpliendo con el mismo grado de compromiso la ambigüedad que les requiere el guión-, gana. Allí es donde Mitre permite al espectador conocer al verdadero Blanco. Pero hasta ahí nomás.

Porque Blanco es político, y las negociaciones que deba hacer con un enviado del Gobierno de los Estados Unidos (Christian Slater), o con su hija, que parece confundida, nunca serán sencillas. Y nunca sabremos si lo que dice es cierto, si de lo que se lo acusa es verdad. ¿Quién tiene la razón?

El primer acierto de Mitre es manejar la intriga desde el arranque, con la escena que abre el filme, con un personaje ingresando a la Casa Rosada. Es, literalmente, entrar a la cocina del Gobierno. A partir de allí, no la soltará. Habrá quién se interese más por la relación del Presidente con su hija, que por las cuestiones políticas. Una va atada a la otra.

Santiago Mitre conduce por primera vez una superproducción -por despliegue, por costos, por elenco internacional- y mantiene la guía como en sus primeras realizaciones. El final abrirá más preguntas que el espectador sabrá contestar, o no, solo.