La bruja

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Báculo y mausoleo.

Y efectivamente La Bruja (The Witch: A New England Folktale, 2015) llega para salvar al terror contemporáneo, en sintonía con lo que representó el arribo de Te Sigue (It Follows, 2014) a la cartelera hace no tantos meses: con el transcurso de los minutos la película va construyendo un microecosistema de angustia y asombro en el que conviven componentes tan dispares como la culpa luterana, los pesares de la inmigración, la vida bucólica, el temor a lo extraño y las muchas contradicciones de la dinámica familiar. Aquí en especial pasa a primer plano la verborragia bíblica, tan hermosa como oscurantista y enajenada, hoy una suerte de “cable a tierra” de un clan de fanáticos religiosos del siglo XVII de Nueva Inglaterra, quienes apenas si pueden interpretar la andanada de desgracias que amenazan con destruir su hogar. Esta extraordinaria ópera prima de Robert Eggers esquiva todas las fórmulas caducas del horror de nuestros días y analiza -desde la sutileza y el rigor- la paradójica estela del fundamentalismo, una fiebre totalizadora que por un lado nos da fortaleza ante la adversidad y al mismo tiempo suele nublar nuestro juicio y dejarnos muy vulnerables frente a los ataques de un entorno parasitario que se regocija en su indiferencia.

Todo comienza con un “desacuerdo” en una colonia británica y la expulsión/ excomunión posterior de una familia de devotos, compuesta por el padre William (Ralph Ineson), la madre Katherine (Kate Dickie) y cuatro hijos, la mayor Thomasin (Anya Taylor-Joy), el varón más grande Caleb (Harvey Scrimshaw) y los gemelos Mercy y Jonas. El tiempo transcurre manso, nace un quinto niño, Samuel, y precisamente con su desaparición -en un instante en el que el bebé estaba al cuidado de Thomasin- la tranquilidad del terruño se viene abajo: así presenciamos por primera vez la intervención de la señora del título (una anciana que adora pasearse desnuda y realizar actos indescriptibles con las criaturas y lo que queda de ellas). La propuesta apabulla con una fotografía naturalista de una enorme belleza y evita todo facilismo retórico, siempre testeando el pulso del público a través de una serie de escenas magistrales centradas en las consecuencias de la ausencia y de la hambruna subsiguiente en el entramado de los vínculos del clan y en los filtros ideológicos que los personajes emplean para aprehender/ asimilar la posibilidad de que estén malditos y deban defenderse de una seguidora de esa contraparte maléfica de su “Todopoderoso” (el Dios protestante puede ser reemplazado según los intereses discursivos de cada espectador).

El enorme aplomo formal de La Bruja tiene varios manantiales de los cuales beber: basada en primera instancia en leyendas y relatos folklóricos -vinculados a la tradición más macabra de los cuentos de hadas- que a su vez vienen de las tragedias de los expatriados y una cosmovisión tan primitiva como alejada de la ortopedia técnica del ser humano de los últimos doscientos años, a decir verdad la ejecución concreta toma elementos específicos de La Fuente de la Doncella (Jungfrukällan, 1960), Witchfinder General (1968), El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), Macbeth (1971), Los Demonios (The Devils, 1971) y La Cinta Blanca (Das Weiße Band, 2009). Entre la locura de las comunidades herméticas y una narración aletargada, el opus nos devuelve la sequedad del clasicismo más revulsivo, ese que construía rituales de la aberración, dolor escalonado, mucha paranoia de “puertas adentro”, un Satanás símil macho cabrío y esas típicas cofrades femeninas que llamaban a la tentación. De hecho, el pecado es un concepto fundamental dentro de la trama, entendido no como una desviación pasada e individual de la norma o una latencia punitiva en función de un comportamiento juzgado negativo, que se pretende eliminar. El pecado al que hace referencia esta epopeya es el innato, el que arrastra el signo del martirio porque va con la naturaleza humana de manera indefectible y por un mandamiento sacro de eterna sumisión.

Lejos de la mediocridad que pulula en el terror mainstream, esa misma que es consentida por un público y una crítica que gustan de quejarse desde la ignorancia para luego condonar películas igual de execrables de otros géneros, La Bruja unifica el espanto visceral (con destripamientos y sangrado interno a la cabeza), el dogma religioso más imperturbable (implantado vía una serie de estrategias que no tienen nada que envidiarle a la psicología conductista) y aquellos aquelarres de antaño (hoy el culto a Mefistófeles nos reenvía a una naturaleza animista en contacto con los mortales y su hipocresía, a veces víctimas de lo desconocido y a veces victimarios para con sus semejantes). El director consigue la proeza de retratar la histeria mediante el suspenso y un desarrollo de personajes muy ajustado, obviando en todo momento los caprichos narrativos, los golpes de efecto y la estructura simplista del “bus effect”. La represión detrás del ascetismo de los protagonistas pone de relieve el marco general en que se encuadra el film, el de un costumbrismo mundano y con ribetes áridos, en franca sintonía con el ocultismo y la putrefacción. La iconografía pagana, sinónimo de todo lo mórbido, explota en el maravilloso desempeño del elenco y ayuda a redondear una pequeña obra maestra de encierro, soledad y corrupción: así como la palabra bíblica funciona como un báculo mágico que pierde todo su espesor, la veneración a un mausoleo divino reclama ceguera y arrepentimiento automático, casi siempre irreflexivo…