La araña vampiro

Crítica de Gastón Molayoli - Metrópolis

Pocas cosas deben ser tan difíciles en el ámbito del cine como hacer una buena película después de una ópera prima excelente. En el 2008 Gabriel Medina ingresó al cine argentino con Los paranoicos, una película adrenalínica y generacional. Dentro de un esquema que bordeaba ciertos géneros como la comedia romántica y el film noir (si, aunque esa combinación parezca increíble; y hasta me atrevo a decir que tiene elementos del western, especialmente en el duelo final), el director compuso una película distinta tanto desde lo visual como desde el uso que hizo de la música. En Los Paranoicos, Daniel Hendler interpreta a Luciano Gauna, un tipo tenso que anda medio solo por el mundo, que baila solo en su casa y que se rodea de luces tenues y un arsenal de fármacos. En ese clima entre melancólico y extrañado (casi alucinógeno), la película avanza como una historia de viejos rencores y desarrolla una tensión erótica entre Hendler y Jazmín Stuart que logra grandes momentos.

En La araña vampiro, algunos elementos siguen presentes. Jerónimo (Martín Piroyanski) es un adolescente encerrado en un mundo de trastornos y rivotril. Su padre (Alejandro Awada) lo quiere ayudar y se lo lleva un fin de semana a las Sierras de Córdoba. Yo sé que todo esto es raro pero quería estar así con vos, en silencio, para ver si de verdad te puedo ayudar, le dice a su hijo la primera noche.

Antes de llegar a ese momento, en el que se revela un problema, la película nos ofrece algunas marcas usuales del género de terror: un trabajo envolvente con el sonido, rostros que aparecen de repente en un espejo o detrás de una ventana y un protagonista en permanente estado de alerta.

A la madrugada, mientras duerme, una araña pica a Jerónimo. Aunque después su padre y una médica de guardia intenten apaciguar su desesperación, la intuición le dice que algo anda mal. La chica del hospedaje (Ailín Salas), de una extraña belleza y con la que Jerónimo se encontrará en sus sueños, le recomienda que vaya a ver a un curandero. Este último lo revisa, extrae una larva del brazo herido, lo mira a la cara y le dice: la araña que te picó nosotros le decimos la araña mala; otros le dicen la araña vampiro y su picadura es mortal; la única forma de curarte es que te pique otra igual.

El punto de partida es similar al que sirve de motor para muchas películas de aventuras, pero la actitud opresiva del protagonista, no muy dispuesto a la lucha, lo entrega a lo que parece el último viaje de un hombre que agoniza. Y como ese viaje no puede ser solitario aparece Ruiz (Jorge Sesán), un baqueano alcohólico que lleva a Jerónimo hacia su posible salvación.

Una de las grandes decisiones de Gabriel Medina es no acentuar, ni con excesiva música ni palabras de más, el carácter purificador del viaje. Tan sólo algunos sonidos extraños componen la banda sonora. El peregrinaje revela, por lo bajo, que la transformación que implica cualquier movimiento ya está en marcha desde el momento de la partida, no sólo para Jerónimo sino también para Ruiz. Ambos están sólos y sienten pánico de los otros.

Con sólo dos películas podemos animarnos a decir que Medina quiere y respeta a sus personajes, que no los reduce a meros estereotipos de una película de género y que no se entrega al recurso demagógico de ofrecer todas las respuestas. Las victorias de Gauna y de Jerónimo son reconocibles para los espectadores, quienes fácilmente pueden sentir empatía por ellos. Pero esas victorias también pertenecen a un universo íntimo, al que no podemos entrar y del que se nos informa con uno de los últimos planos.

Gabriel Medina hizo otra película cargada de tensión, y confirma que es uno de los directores más prometedores del cine argentino.