La araña vampiro

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Aracnofobia

Resulta que probablemente me equivoqué con Los paranoicos. Cuando vi la primera película de Gabriel Medina hace cuatro años escribí esto, un poco sorprendido por las alabanzas prácticamente unánimes que no se cansaba de recibir. Los paranoicos daba entonces toda la sensación de ser algo así como una fortaleza diseñada a prueba de cuestionamientos, una pieza de cine de naturaleza inexpugnable, que hacía de sus apelaciones a los géneros cinematográficos, de su evidente solvencia técnica y narrativa y de la fluidez más o menos invisible de sus escenas los argumentos de una genialidad que no terminaba de parecerme tan obligatoria.

El caso es que la mayoría de la gente sigue amando Los paranoicos, yo fui cediendo a mi vez, con el tiempo, y en mi cabeza, esa película que vi solo en una ocasión y de la que creí tener una idea acabada para toda la eternidad, fue perdiendo fuerza como para continuar siendo un motivo de disputa hasta pasar sin más a la zona de las batallas que abandonamos de a poco, quizá con una sonrisa de cansancio, mitad de condescendencia, mitad de disculpas por una obstinación que no creímos vergonzante pero que lo pareció con el correr del tiempo: ya no nos peleamos por una película. Yo no lo hago, de todas formas.

La aparición de La araña vampiro, cuatro años después de aquel debut de Medina como director, viene tal vez a resignificar su cine. O a dotar de una fuerza nueva lo que ya estaba en germen. La película es tan ferozmente extraña como la criatura de su título, y debería llevarnos a revalorizar –en un giro que no alcanza a remediar del todo la torpeza inicial con la que recibimos Los paranoicos– la fuerza esencial que habita en el corazón del cine del director. La araña vampiro podría ser una variación de la película anterior, una modulación nueva de ideas parecidas, que retoma un tema principal ampliándolo y reformulándolo. Medina retoma fragmentos genéricos para hacer un cine decididamente moderno con una pericia y una convicción sin concesiones hacia el potencial público de su cine.

Un chico llega con su padre a una casita incrustada en un paraje perdido de las sierras de Córdoba. El chico no las tiene todas consigo, luce como alejado del mundo y de quienes lo rodean. El actor Martín Piroyansky –más eficaz y felizmente controlado que nunca– se las arregla para imprimirle a sus clásicas zancadas de eterno adolescente torpe un tono de desolación cósmica que devela de inmediato su grado de ensimismamiento sin que sea necesaria una sola palabra. En esos primeros minutos de película el malestar no se nombra pero aparece doblado sobre los personajes de un modo que el director disimula con infinita nobleza con los modales casi imperceptibles de una comedia agridulce. Enseguida queda claro que el plan familiar es que el hombre pase unos días a solas con su hijo para ocuparse debidamente de él. Sin embargo, al chico lo pica una araña en medio de la noche y lo que se proponía en principio como un viaje terapéutico para una familia en crisis termina siendo un furioso trip por la conciencia en el que el paisaje interior y el exterior parecen cruzarse e intercalarse como en una cinta de Moebius.

El hipocondríaco que hace Piroyansky podría representar una versión más joven y apocada del personaje que encaraba Daniel Hendler en Los paranoicos. Una vez más, el universo se modifica con breves golpes de voluntad –se modifica para uno, por lo menos– acicateada por el temor y la incertidumbre, pero también de un azar que juega a favor de la epifanía y de las abruptas fluctuaciones de una conciencia en estado de alerta. En La araña vampiro se trata de despertarse en un mundo cuyas reglas se desconocen, de ser sacudido, golpeado por el miedo, y de iniciar un camino de aprendizaje y dolor. Medina filma las ondulaciones de las sierras cordobesas como si fueran parte de un territorio mental pero sin ceder nunca a la tentación de un onirismo al paso. Su tremenda habilidad como cineasta consiste, en parte, en conseguir que el relato se enrarezca mediante una progresión implacable de señales dramáticas obteniendo al mismo tiempo imágenes nítidas y perfectamente legibles. El guía del protagonista por los parajes de las sierras, un alcohólico lúcido interpretado por el nunca valorado como corresponde Jorge Sesán –en otra actuación inmensa y amenazante– intercambia roles con el chico y ofrece destellos de una vulnerabilidad cuya pudorosa manifestación se convierte, acaso, en el núcleo secreto de la película. Medina construye una contundente fábula de iniciación y conocimiento personal dejando que el misterio de la araña que pica con marcas como las de un vampiro permanezca flotando en los intersticios de los planos, irresuelto e inasible: una pieza recóndita en la maquinaria de la ficción.