La Academia de las Musas

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El invento literario llamado amor

Un ensayo formal que confunde ficción y documental. La musa aparece como figura mítica, poética, casi real.

Como si fuese un paréntesis en la vida de sus personajes, el film del catalán José Luis Guerín se adentra en un tramo decisivo que encuentra en la musa su figura central. La musa es temática de cátedra, nudo poético, recurso mítico, alusión literaria, referencia vital. En estas disquisiciones se atreve la prédica del profesor Raffaele Pinto, quien asume el personaje que realmente es: un actor que hace de sí mismo, o el personaje que se asume como actor, que habla de lo que sabe, para el auditorio y/o para la cámara. Dónde está el límite no es algo que importe, antes bien, mejor pensar en cómo esa separación no es tal, en cómo la literatura, la poesía, habitan en la vida cotidiana sin distinción.

Pero esto es algo que trae aparejado consecuencias, como la relación que el profesor establece con sus alumnas y su esposa, en un equilibrio que fricciona necesariamente, por poner en cuestión ese mismo orden social del que forma parte. De esta manera, el aula universitaria no es (nunca) algo desgajado de su entorno, sino el ámbito donde se transgrede el devenir habitual, cuando el pensamiento cobra un protagonismo que despierta transformaciones. Vicisitudes, al fin y al cabo, que habrán de ser dolorosas o por lo menos nada fáciles.

Puesto que los personajes se animan a vivir lo que las letras poéticas señalan, con Dante como referente, la crisis no tardará en suceder. Es tal asunción vivificante la que culmina por distinguir como crítica la situación que se vive. Un tembladeral en el que los personajes están inmersos, con el lenguaje como herramienta esencial. "Estamos presos en él, dice el profesor. El lenguaje es el que transforma la naturaleza y su decrepitud, es el recurso que transmuta a los cerdos en seres humanos: "Sin la poesía que nos salva seríamos muertos ambulantes", explica.

Esto es lo que le dice a una de sus alumnas, desencantada con la devolución que su poesía tiene en la expresión del profesor. Ella no es, parece, la encarnación de la musa que él espera. Pero sí lo serán otras, de distintas maneras, atravesadas ‑él también‑ por la mixtura idiomática que suponen el español y el italiano. De diferentes maneras, a veces desde la sexualidad, el deseo, la amistad, o un abanico de posibilidades diversas. Algo que no es meramente lúdico o carente de daños. Estas musas pueden serlo algunas de sus alumnas, pero también ‑tal vez‑ su esposa.

Porque, ¿hasta dónde puede sostenerse la vida poética? Más aún cuando la convivencia con el entorno no la admite fácilmente, cuando al amor sus propios protagonistas lo denuncian en tanto ardid poético y le reconocen como invención literaria; esto es, una fabulación dedicada a despertar la admiración femenina. En este punto, el profesor Pinto es tajante, y pide por la mujer que advierta tal cuestión, que traicione el lugar preestablecido y asuma, finalmente, el rol de la musa. Es así que escribe sonetos como declaraciones amorosas. ¿Pero es la literatura suficiente? ¿Puede vivirse con/sin ella?

De la misma manera, ¿cuántas musas? ¿Sólo una? ¿Así como Beatriz con Dante? ¿Beatriz? ¿Qué Beatriz? Las preguntas asoman y cunden la duda allí donde tocan. El profesor tampoco es inmune a lo que despierta, y es en él donde también el desconcierto asoma. Entre tantos libros que le contienen, que él desordena y reordena como pulsiones que le carcomen, un pastor es capaz de enamorar a una de sus musas‑alumnas con el tañir de cencerros, a través de sonidos heredados de generaciones previas. Un sentir armónico que en nada se distingue de la vida usual, del trabajo, mientras ellos, tras lecturas y discusiones sin término, procuran aunque más no sea un atisbo de tamaña sabiduría. Ella, la musa seducida, dice estar subyugada por él, pero gracias a la literatura. ¿Dónde está el paso primero, verdadero?

La palabra posee una fuerza extraordinaria ‑como la metáfora con la que el cartero de Neruda lograba enamorar en ese film querido. Pero también la imagen cinematográfica, y es esto lo que finalmente asoma en La academia de las musas: la construcción de un interrogante que no quiere respuestas, que superpone capas lumínicas y reflejos a los diálogos que retrata, a través de destellos y siluetas que dificultan lo visto, mientras privilegia el uso de encuadres cerrados, casi angustiantes, con los personajes sumidos en ellos mismos.