Isla de perros

Crítica de Mariano Torres - Fuera de campo

Isla de Perros marca el regreso de Wes Anderson (Rushmore, Los Excéntricos Tenembaum) a la animación, tras su auspicioso debut con El Fantástico Sr. Zorro (The Fantastic Mr. Fox), y la misma técnica: un stop motion extremadamente cuidado (su fluidez realmente asombra) y estilizado, pero jamás caprichoso. Sin embargo, no es esa la novedad aquí, sino el hecho de que el film rápidamente se constituye como una de las películas más sensibles de su carrera, lo cual de por sí, cualquiera que conozca la misma sabrá que es mucho.

La aventura en Isla de Perros comienza cuando, en un Japón de un futuro distópico, un gobernante que pronto se alza como Dictador, erradica a todos los canes del territorio nipón, enviándolos a la isla del título, que es ni más ni menos que un juntadero de basura abandonado. Como es de esperarse una resistencia ante tal hecho, el plan incluye un lavado de cerebro a la sociedad que, manipulada, ve en dichas mascotas una amenaza a su salud pública. Amenaza que, lógicamente, no es tal, pero sirve de pretexto para elaborar un plan maestro de dominación política. Así, el mejor amigo del hombre queda relegado al status de plaga, y debe vérselas ante la adversidad de un territorio desconocido, solitario y sin amos. Esto último, por más que no quiebra el espíritu de los fieles compañeros, los termina volviendo más fuertes.

Pero si bien la historia oficialmente arranca cuando un pequeño piloto de doce años llega en un maltrecho avión a la isla, los verdaderos protagonistas son los perros, y tanto es así que se nos aclara que sus ladridos serán traducidos a nuestro idioma, pero no así las palabras en japonés o cualquier otro lenguaje humano. Escuchamos en las voces a Bill Murray, Edward Norton, Bryan Cranston, Jeff Goldblum, Scarlett Johansson y Greta Gerwig, pero siempre lo hacemos detrás de sus simpáticos alter egos peludos.

Isla de Perros se estrenó en una turbulencia de ideas políticamente correctas, y cayó presa de una acusación por momentos infundadas (uno de los personajes que “despierta” a la población adormecida es norteamericano) pero mayormente ridícula. Se dijo que el film de Anderson no respeta a la cultura asiática, como otro claro ejemplo de white-washing de Hollywood. Sin embargo, están ahí los hechos para contradecirlo: el protagonista humano, Atari, es encarnado por Koyu Rankin, un joven actor de origen japonés, a la vez que el reparto incluye múltiples talentos del País del Sol Naciente. La mayor parte de los diálogos, como se dijo antes, ni siquiera están doblados o subtitulados, como muestra de respeto a aquella cultura, y no como parodia, y forma parte de la idea de Anderson de que las diferencias idiomáticas aquí no importan. Múltiples situaciones cómicas suceden con referencia a la “interpretación” y diferencia entre lenguajes, cuando al final el único que importa es el del respeto y cariño que sienten unos seres a los otros.