Isla de perros

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Un lugar para todas las narices frías

Con un cuidado meticuloso, donde cada encuadre obedece a un orden estético y simbólico, el mito se renueva entre perritos, un niño y el tío malvado, con la técnica del stop motion como herramienta ideal para el mundo que crea el director.

Minimalismo y haiku por partes iguales. Ya está tan afilada y depurada la puesta en escena del director Wes Anderson que no hay manera de encontrar nada por fuera de su sitio. Prolijo, pragmático, poético. Así en cada una de sus películas. Isla de perros tiene, en este sentido, su síntesis en forma de prólogo. Lo que se verá después --extendido, expandido-‑ es esto mismo.

Esta situación responde, en esencia, al equilibrio simétrico que Anderson desarrolla en todo el film. El prólogo cuenta, por defecto, lo que se habrá de ver. Lo que refiere el relato inicial tiene que ver con una historia lejana, que explica la decisión presente de exiliar a todos los perros de Japón a una isla de basura, merced a una enfermedad perruna que parece amenazar a la humanidad. Ese relato ya erige a sus personajes, como mitos que esperan renacer, en un pleito cuyo desenlace promete descansar en el reinicio.

En otras palabras, la reiteración surge como matriz mítica. Porque sin ella no hay actualización de la historia y de sus símbolos. Por otra parte, es también réplica que se explica en la meticulosidad con la cual el film construye cada uno de sus planos. Isla de perros está realizada con la animación stop‑motion, cuadro por cuadro. Se entiende que Anderson elija esta técnica (ya lo hizo con El fantástico Sr. Zorro), porque le permite observar todos y cada uno de los detalles que hacen al frame, al cuadro detenido, y a partir de él custodiar también el movimiento.

Por esto, la animación ofrece una particular manera cinematográfica, en donde movimiento y tiempo son simulados y obedecen al esmero con el cual se los piense y conciba. Al ser un director tan obsesionado por el cuidado formal --percepción que ya es milimétrica en Moonrise Kingdom y El gran hotel Budapest-‑, el stop‑motion aparece como el juguete perfecto.

Wes Anderson es prolijo y poético, y para eso construye cada plano con meticulosidad.

Pero no se trata de un alarde estético o epidérmico, sino de una herramienta y recurso que habilita a la temática y sus matices. De acuerdo con la historia que esgrime Isla de perros, es en un Japón de futuro cercano y residuos feudales en donde se decide la suerte trágica de la vida canina. Hacia esa isla de desperdicios habrá de dirigirse el sobrino protegido del alcalde, en busca de esa mascota‑guardaespaldas que extraña. Allí está el nudo verdadero, en el cariño profesado por este niño hacia su perro, en la mirada infantil como manera única de poder pensar un mundo diferente, mejor, algo por otra parte habitual al cine de Anderson, así como el retrato de los adultos en tanto meros estúpidos, llevados por sus odios y prejuicios al borde de la sinrazón. Cuando Atari, el niño héroe, tome en sus brazos a una de las crías de su querido "Spot", lo cubra con su campera y le dé de comer, se asiste a la verdad que anida en el cine del director.

Es por esto que, para salvarse, los humanos deberán comportarse como niños, atenderles y escucharles. Allí, no es casual, la rebeldía como manera de poner en aprietos al entorno. Es por esto, también, cómo se explica el lugar creciente y protagónico del irascible perro callejero "Chief" (en la voz de Bryan Cranston), alguien que sabe de la vida de manera diferente, a quien la calle le ha enseñado a morder y desconfiar. ¿Por qué obedecer a un humano?, se pregunta. Porque es un niño de 12 años, le responden. A partir de allí, el cambio en el perrito y el descubrimiento de algo que subvertirá cualquier tipo de dominio: el afecto.

En esta historia de descubrimientos, con la mira puesta en el paradero del desaparecido "Spot" --el primero de los perros enviados a esta isla de la perdición-‑, lo que culminará por suceder, se decía, es la reverberación de la simetría inicial. Cada encuadre en el cine de Anderson posee un eje central, e Isla de perros está lejos de ser la excepción. La línea vertical divide la imagen de forma interna, otras veces externa (será por esto, seguramente, que entre los agradecimientos del director aparezca el nombre referencial de Brian De Palma); en otras, el centro lo ocupa un círculo que irradia. Ese círculo puede tener forma de dispositivo electrónico o de núcleo humano/perruno. Esta fusión habrá de suceder a su vez en los cuerpos: tras un accidente, Atari, el niño, tendrá alojado en su cabeza parte de un embrague mecánico; los perros mecánicos no tardarán en aparecer; y la cirugía robótica sabrá ocupar un lugar de resolución argumental y armónico.

La fusión entre hombre y máquina obedecerá a una relación fluctuante entre la escisión y la reunión. Una mixtura que cambia según las intenciones que se persigan. En cuanto al argumento, el desenlace habrá de rubricar la duplicidad entre el perro de la calle y el perro amaestrado, entre el humano y la máquina, entre el haiku inicial y el haiku final. Es decir, con otras palabras y otros personajes lo que sucedió oficia como remembranza profética, como recuerdo y como explicación. Con animalitos peludos a cuyas narices frías se les quiere culpar por las desgracias que los humanos --y nadie más que ellos-‑ supieron invocar.

Es por esto que vale atender a los residuos que en la isla de la basura descansan, restos mecánicos e industriales dementes que nadie quiere ya recordar (entre los cuales se lee un apellido que todo lo puede, que es marca empresarial y nombre de político poderoso), capaces de destrozar los sueños alguna vez sentidos tal vez por esos mismos adultos, pero cuando fueron niños. Volver a ese mundo de posibilidades plenas pareciera ser el desafío que Wes Anderson ofrece y renueva con cada uno de sus films. Sin olvidar un sentido del humor que hace del gag un artificio distintivo, elaborado desde una perspicacia personal, en donde los tiempos para su resolución y gracia se han vuelto ya distintivos, cada vez más precisos. Se trata, en suma, de uno de los directores más relevantes dentro del panorama del cine contemporáneo.