Isla de perros

Crítica de Carolina Taffoni - La Capital

Wes Anderson es uno de los directores más originales de las últimas décadas. Con películas como “Los excéntricos Tenenbaum”, “Vida acuática”, y “Moonrise Kingdom”, Anderson construyó un universo cinematográfico propio, un mundo marcado por la melancolía, el humor ácido y una estética tan pintoresca como atemporal. Su última película, “Isla de perros”, podría considerarse una rareza dentro de su carrera, aunque al mismo tiempo es inconfundiblemente “andersoniana”. Retomando la técnica de stop motion (cuadro por cuadro) que ya utilizó en “El fantástico Mr. Fox”, el texano concibió esta película animada para adultos como una fábula de gran belleza visual, algo intrincada y hasta hermética. Para muestra basta la historia: en un futuro cercano, en la ciudad de Megasaki, en Japón, el autoritario alcalde Kobayashi decreta que todos los perros deben ser enviados a una isla (que es utilizada como basurero) bajo el pretexto de que los canes están infectados con una gripe muy peligrosa. Los perros exiliados de Anderson hablan en inglés, en un tono seco y monocorde, y dicen chistes ácidos pero sutiles. A esa isla tan particular llega un chico de 12 años que busca a su querido perro, y en la trama se irán sumando científicos asesinados, gobernantes corruptos y adolescentes rebeldes. Por momentos la narración se pierde en zonas confusas, y la estética de libro de cuento tan propia del director, combinada con elementos de la cultura japonesa, se vuelve un tanto densa. Pero Anderson sabe bien de qué quiere hablar (la amistad, la lealtad, los marginados y el poder) y lo hace a través de pequeños detalles, con una libertad creativa envidiable que lo separa de las estructuras rígidas del cine actual.