Infancia clandestina

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Los unos, los otros y los niños

Esta película viene acompañada de muchas expectativas por haber sido designada (no sin polémica) para representarnos por el Oscar a mejor película extranjera; por contar con el respaldo del productor Luis Puenzo (“La historia oficial”) y por la proyección autobiográfica del joven director Benjamín Ávila, quien pasó por situaciones parecidas a las que se relatan.

“Infancia clandestina” reconstruye la vida de un niño cuyos padres son militantes montoneros que regresan del exilio para una contraofensiva en la Argentina militarizada de 1979. El niño debe adoptar otra identidad sin dejar de hacer amigos, estudiar y hasta enamorarse, algo peligroso desde la perspectiva de los padres pero avalado por su adorado y entrañable tío Beto (Alterio hijo) quien (como en la conocida parábola de Bertoldt Brecht) no ve la revolución como una lista interminable de obediencias y obligaciones sino como una actitud que deja espacio al placer y el disfrute de la vida.

La película es muy realista, pero para narrar las escenas más violentas apela a la utilización de secuencias de dibujos, las excelentes caricaturas de Andi Rivas, con voces y sonidos en off. En lo concreto este recurso atempera el dramatismo, desplazando parte de su peso sobre la historia afectiva del protagonista: el cruce de la infancia a la adolescencia, el primer amor, el primer beso y el primer quiebre de la obediencia a sus padres. Desde lo narrativo, las escenas se ven siempre desde la mirada del protagonista (como en “La prima Angélica” de Saura que narra la infancia bajo la sombra del franquismo): no hay ninguna secuencia que el niño no pudiera presenciar de algún modo.

El film puede observarse desde afuera como el recuerdo traumático de un error histórico. Puede comprenderse desde adentro, como el recuerdo melancólico de un tiempo de ideales que justificaban el sacrificio y el combate. Y puede sentirse como la mirada de un niño más cerca del amor que del odio y la violencia.

El director pone en pantalla las contradicciones y la sensibilidad de una generación que estaba autoconvencida de cambiar el mundo y reproduce un retrato de época para entender en su reconstrucción de momentos íntimos personales el contexto de un país con un proyecto que no pudo ser.

Discépolo vs. Divididos

Hay algo de “La vida es bella” en el enmascaramiento del horror, incorporándolo a la anécdota como un juego de bandos contrarios, aunque el niño sepa que las cajitas de maní con chocolate no contienen golosinas sino balas y que hay dinero oculto para solventar esa actividad no del todo comprendida en su mirada inocente.

Más allá de las lecturas ideológicas que pueden generar debates interminables, la ternura y el drama conviven con una emoción que atraviesa toda la película y sobresale particularmente en dos escenas memorables: la discusión visceral de la madre militante, interpretada por Natalia Oreiro y la abuela (estupenda Cristina Banegas). Ambas confrontan allí sus posturas diferentes sobre la exposición de los niños en la lucha armada. El otro momento es cuando la joven madre entona “Sueño de juventud”, el vals de Discépolo que evoca un mundo lejano y perdido, pero que promete seguir iluminando cuando se lo evoque desde el presente.

No siempre el nivel del guión es parejo, hay también algunas metáforas demasiado obvias o edulcoradas y diálogos que hubiesen dado para más.

En los créditos finales, el tema “Living de trincheras” (Divididos) irrumpe con potencia y suma actualidad. Las dos estéticas y ritmos diferentes más destacados de la banda sonora sintetizan sentimientos y sensaciones complementarias que devienen de la película: nostalgia y rebeldía, pasado y presente, suavidad y estrépito, conviviendo para revivir el trago amargo de esas heridas de la historia cercana aún sin cerrar.