Histeria - La historia del deseo

Crítica de Rodolfo Weisskirch - A Sala Llena

La necesidad de “sexiar”

Hoy en día resulta risible crear tabúes alrededor del sexo, pero todavía los prejuicios siguen estando y muchas veces, las desinhibiciones son castigadas duramente entre sectores conservadores y religiosos.

Si una parte de la sociedad sigue atacando y temiendo a la liberación sexual, condenando prácticas que deberían ser naturales al comportamiento humano, hace dos siglos, se tomaba el libido como una aberración, y por lo tanto si una mujer sentía la necesidad de tener un orgasmo, se pensaba que sufría de alguna enfermedad.

La cura de la “histeria” a fines del siglo XIX es lo que desencadena el argumento de Histeria - La Historia del Deseo. La prácticamente novel realizadora estadounidense, Tania Wexler, concreta esta comedia romántica no demasiado inspirada, acerca de la historia de un médico, Mortimer Granville (Hugh Dancy), que tras ser despedido del hospital donde trabajaba por diferencias en los métodos de tratar las enfermedades, (sus ideas eran demasiado “modernas” para la época), termina como ayudante de un doctor especialista en curar la “histeria”. La terapia del doctor Dalrymple consiste en introducir su mano dentro de la “pelvis” de sus pacientes (la mayoría viudas o solteronas) realizando “masajes” que calman la necesidad sexual de las mismas. Claro, que para ellas, es más estimulante la juventud de Granville que la frialdad de Dalrymple. El doctor (interpretado por un desaprovechado Jonathan Pryce) tiene dos hijas. Una es formal, elegante, culta (Jones), la otra es rebelde, trabaja en un hogar de beneficencia y tiene ideas demasiado “radicales” para las mujeres de la época. Granville se encuentra en medio de ambas, al mismo tiempo que busca una forma de mejorar el tratamiento, lo cuál lo llevará a inventar un instrumento, que sigue vigente hoy en día.

Wexler logra un film demasiado cuidado en la reproducción histórica pero muy básico en lo narrativo. Si bien, el tono humorístico nunca cae en golpes bajos, sentimentalismo o melodramas, típicos de estos relatos, tampoco logra despegarse demasiado de lo que cuenta. No hay metáforas y el humor es bastante anticuado, predecible. Aburre por su falta de ambición o pretensión. Wexler no sabe como darle mayor relieve a las escenas. Cae en cada uno de los lugares comunes y clisés de las comedia de época. Es un chiste: “¿Cómo fue la historia del primer consolador?” y ahí se queda. Es demasiado inocente en sus intenciones y su puesta de cámara. Falta provocación, sensualidad. Para estar hablando de sexo, como diría el Maestro John Waters, hace falta “sexiar” (Ver Adictos al Sexo).

La sátira hacia los prejuicios de la clase alta, se limita a un simpático retrato de época, con interpretaciones en piloto automático. No digo que Maggie Gyllenhaal, Dancy o Jones no logren darle cuerpo a sus personajes, porque son buenos actores, solventes, pero pareciera que se limitan a interpretar a sus personajes como lo dice el guión o se espera de parte de ellos. En ese sentido, el pequeño aporte de Rupert Everett logra destacarse sobre el resto. Aun cuando el mismo personaje, ya lo ha realizado en otras obras. Hay mucho de fórmula y menos de cinismo. El romance clásico atenta contra el mensaje antimisógino, convirtiéndola en una película prácticamente machista.

Una película como Cuerpos Perfectos de Alan Parker (1994) se animaba a ser más crítico en relación a la mirada sobre el sexo a fines del 1800 y principios del 1900. En cambio, esta producción británica es muy naif, ingenua. No se anima a trascender la anécdota. Una bella fotografía y algún que otro chiste suelto, no rescatan una obra demasiado vista y monótona.