Hambre de poder

Crítica de Rodolfo Weisskirch - Visión del cine

Se estrena Hambre de poder, de John Lee Hancock y protagonizada por Michael Keaton, inspirada en la vida de Ray Kroc, el fundador de la franquicia McDonald’s.
John Lee Hancock realmente ama conservadoramente a Estados Unidos. Trabajó con Clint Eastwood, dirigió El novato -film de Disney inspirado en una historia real sobre el mundo del béisbol-, estuvo a cargo de una pobre remake de El Álamo y sus dos últimas películas, las más exitosas, fueron la oscarizada y sobrevalorada Un sueño posible -sueño americano más fútbol americano- y El sueño de Walt, acerca de los métodos que usó Walt Disney para conseguir los derechos de Mary Poppins.

¿Qué tienen en común todas estas obras? En primer lugar, hablan de íconos culturales -incluido el negocio del deporte y la historia- y de las tradiciones estadounidenses -símbolos de su ideología-. En segundo lugar, Lee Hancock promueve el sueño americano, pero sin ocultar el perfil capitalista de estos íconos.

Y si le faltaba un emblema de la economía y la tradición cultural gastronómica-popular del siglo XX, ese era McDonald’s. Sin embargo, y al igual que en la película protagonizada por Tom Hanks y Emma Thompson, el foco de crítica no es el producto o la empresa per sé -por el contrario defiende la marca-, sino la persona detrás del negocio.

Así es que aparece Ray Kroc -Michael Keaton adaptando el personaje a su histriónica personalidad y humor sarcástico- que, como Walt Disney -símbolos ambos del capitalismo salvaje-, no le importará pisotear a los creadores de la hamburguesa más famosa con tal de concretar el éxito y su sueños de triunfo.

Hambre de poder retrata a Kroc desde que es un vendedor mediocre de electrodomésticos hasta que conoce a los hermanos McDonald -Dick y Mac, interpretados con soberbia por John Carroll Lynch y el extraordinario Nick Offerman- y les compra una parte de la empresa para desarrollar franquicias.

Kroc se convirtió en el fundador de McDonald’s y el ascenso al poder, llevándose por delante a los ingenuos hermanos que terminan perdiendo hasta su apellido, es la manera en la que Lee Hancock se decide a exhibir, durante casi dos horas, con buen ritmo y bastante ironía, el funcionamiento de la economía que domina al mundo.

Si bien el tono conceptual-estético no es demasiado innovador -bien podría haber sido un telefilm-, el verdadero atractivo pasa por la evolución del protagonista y las notables actuaciones. El director desnuda sin piedad el patetismo de todos sus personajes, con la salvedad de que uno es suficientemente ingenioso y consciente de que insistiendo puede llegar a concretar su meta.

Hambre de poder no hace hincapié en las polémicas referidas a la calidad de la carne como Fast Food Nation, de Linklater -aunque pone énfasis en la relevancia que le daban los hermanos McDonald al control del proceso-, sino la manera en que un negocio se convierte en fructífero en Estados Unidos. La visión de Kroc y su temperamento anti humanitario es lo que lo llevan a una guerra. El atractivo del personaje y la actuación de Keaton es el carácter calculador y frío, pero también inteligente. Por más que las decisiones sean moralmente reprobables resulta más insólita y estúpida la poca visión comercial (es verdad que pasaron más de 50 años y hoy en día es muy común) de los hermanos McDonald. Lee Hancock rescata mínimamente su idealismo y esto los convierte en los perdedores de la batalla.

Más allá de algunos desniveles en su segunda hora -la aparición de los personajes poco profundos y desperdiciados de Linda Cardenelli y Patrick Wilson-, Hambre de poder se sostiene coherentemente, con honestidad -aún en su hipócrita defensa hacia la marca en el epílogo- y sin demagogia emotiva. Por el contrario, es un film frío que, debajo de los arcos dorados, refleja la oscuridad de la sociedad y cultura locales.