Green Book: una amistad sin fronteras

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Tocar el piano con las manos sucias

Dirigida por Peter Farrelly, el mismo de Loco por Mary y Tonto y retonto, Green Book es un sentido homenaje al músico Don Shirley y su chofer, dos amigos a pesar de todo, en una película con el gesto puesto en saber contar una historia.

¿Qué es lo que hace que un mismo director sea capaz de realizar películas malas (Tonto y retonto 2), mediocres (Los tres chiflados), notables (Loco por Mary, Kingpin), puede ser un misterio. La asociación entre los hermanos Peter y Bobby Farrelly tiene ejemplos de todo tipo. Pero ahora es uno de los dos, Peter, el que asoma de manera personal con Green Book (más un trabajo previo, televisivo, de título Cuckoo. Por otra parte, parece que también Bobby hará lo propio en breve).

Todo esto para enlazar, en lo posible, a un film como Green Book (con varios premios, entre ellos tres Globos de Oro, y cinco nominaciones al Oscar) en la poética que los Farrelly de alguna manera han cultivado. Y lo cierto es que elementos en común no faltan. Pero ante todo, lo que aquí sobresale es una película sólida, de narrativa clásica y alusiones cinéfilas de encanto nada soporífero, que vencen la corrección política de películas cercanas (y nominadas) como Bohemian Rhapsody, Black Panther, Nace una estrella. Antes bien, y con diferencias evidentes, el film de Farrelly se encuentra más cerca de las también nominadas El infiltrado del KKKlan y El vicepresidente: Más allá del poder, aunque sin lo furibundo de la primera ni lo grotesco de la segunda.

A grandes rasgos, Green Book logra ser un film querible que no esquiva lo ríspido de su planteo, aun cuando juegue las cartas habituales y con ese bendito slogan -"Basado en una historia real"- desde el cual abre su relato. (Debiera haber algo en contra de la inclusión de tales letreros, ya insoportables.) Pero más allá de esto, Green Book se inscribe, como "película Farrelly", en la habitual construcción de estereotipos graciosos, bufones, que han transitado algunas de las (buenas) películas de los dos hermanos. El mejor ejemplo lo supone Tony Lip, el personaje ítalo americano que Viggo Mortensen delinea y sitúa al lado de otros disparates geniales como el jugador de beisbol manco de Kingpin (Woody Harrelson), el detective lunático de Loco por Mary (Matt Dillon), y el marido recién asumido como tal pero ya desilusionado de La novia de mis pesadillas (Ben Stiller).

Ante todo, lo que aquí sobresale es una película sólida, de narrativa clásica y alusiones cinéfilas muy precisas.

Matón de ocasión, capaz de comer cantidades ingentes de hot-dogs por unos dólares, esposo y padre cariñoso, de gestos brutos y palabrerío limitado, lo que Mortensen logra con Tony Lip es un festival al que solo le falta un contrapunto. Es allí donde se inscribe el hacer atildado de Mahershala Ali como el pianista Don Shirley, a quien Tony llevará a un punto y otro del profundo sur americano como chofer. Entre los dos, en función del blanco y negro que suponen, de cercanías y diferencias raciales así como sociales, se configura una síntesis, tal como la que fungiera en forma de diligencia según el film canónico de John Ford. Acá, en forma de auto. Un auto con una misión. El viaje comienza, y como se sabe, se viaja para volver, volver para contar lo vivido.

El auto viaja y recorre ese país cuya belleza, confiesa Tony, ignoraba. Pero, ¿por qué viajar hacia latitudes inhóspitas, con el dinero ya en los bolsillos, a enfrentar un desdén inevitable?, se pregunta Tony mientras consulta el librito verde que contiene, como salida turística, las paradas donde los negros pueden hospedarse sin problemas. El derrotero vuelve a la película una road movie, también una buddy movie; es decir, asume lugares ya conocidos o transitados por películas similares. Y dialoga, cómo no, con el periplo parecido -si bien más oscuro- que el Charlie Parker de Clint Eastwood, en Bird, hubiera de trajinar. Como anclaje, vale agregar que el film elegirá durante un diálogo el nombre de Nat King Cole, a partir de una anécdota desgraciada que el músico protagonizara, y que Green Book -o Don Shirley- asumen como legado.

El film de los hermanos Farrelly es un homenaje al pianista Don Shirley
Durante el devenir de la historia, Tony descubre la música inmensa del Stainway en los dedos de Don, y aprende a escribir cartas a su mujer gracias a las metáforas de éste. Negro, homosexual, adinerado, Don Shirley parece desencajado de todo lugar. Sus dedos ni siquiera conocen el aceite del fried chicken con el que Tony le incentiva. Entre los dos se articula un previsible ida y vuelta, de atenciones compartidas, que la película maneja con serenidad y simetría, sin golpes bajos, atenta sin embargo con lo que ya se sabe sucederá.

Porque, vale señalar, Green Book apela a lo más clásico del relato hollywoodense, y lo mejor de todo es que no se arroga nada "diferente" (como esas películas de directores "visionarios", según cierta prensa). Tiene, desde luego, mucho que decir sobre el racismo y las luchas sociales en su país, pero no lo hace desde la declamación o la lección, sino a partir de lo que el mismo relato deja entrever, de a poco y sin golpes de efecto. Hay, desde ya, todo un cine norteamericano desde el cual rastrear la problemática y referir las maneras desde las cuales fuera expuesta. Para el caso, películas prácticamente malas como Selma: El poder de un sueño y Talentos ocultos (la primera versionando al propio Martin Luther King, la segunda dedicada a la participación afroamericana femenina en la NASA) aportan nada al cine, mientras cultivan una corrección de buenos modos que el Oscar no duda en atender. Algo similar a lo que sucediera con Conduciendo a Miss Daisy, ese film de fricción lavada que tanto furor le causó al admirable director Spike Lee, y que se sitúa -dada la misma relación entre sus personajes- en la vereda opuesta a Green Book.

Por todo eso, vale distinguir a Green Book por recurrir al tacto que el buen cine (ya hecho) aporta. Es por esto que fácilmente podrá relacionarse al film con el espíritu que ronda en Qué bello es vivir, el clásico de Frank Capra. Green Book no pretende ser una obra maestra como aquella, sino simplemente contar una historia que, desde ya, se sabe cómo concluirá y de qué manera. Esa resolución, que el espectador prevé -por tantas películas parecidas pero no necesariamente iguales-, es la que viene aquí a saldarse y con un gusto inmejorable, que deja descubrir a Peter Farrelly como un narrador de pulso discreto, preciso, sin estridencias, como debe ser. Hasta se permite el desliz de revertir lo previsible de cierto comportamiento policial. ¿Por qué no? Después de todo, es Navidad. Así como en la película de Capra. Solo es cuestión de creer (en el cine).