Godard, mon amour

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La revolución puede ser un acto solitario

La tarea que se autoimpone Godard Mon Amour (Le Redoutable, 2017) más que difícil es directamente imposible: nada menos que retratar la metamorfosis de Jean-Luc Godard de fines de la década del 60/ comienzos de los 70 de cineasta avant garde a militante político full time. ¿Por qué el proyecto está condenado al fracaso desde su génesis? Debido a que el francés -entre tantos otros artistas y figuras populares claves- constituye una de las cumbres innegables del zeitgeist de aquel período caracterizado por el auge del hippismo, la contracultura, el pacifismo y las manifestaciones pro derechos civiles encabezadas por una juventud radicalizada como nunca se había visto y como nunca más se volvería a ver desde entonces. Cualquier intento en pos de examinar el abandono rotundo del mainstream por parte de Godard siempre caerá en el terreno de lo limitado, anecdótico y/ o esquemático, especialmente teniendo en cuenta la misantropía y el afán crítico hiper impiadoso del señor.

Aclarado el punto anterior, ya el mismo hecho de que Michel Hazanavicius, responsable de las interesantes El Artista (The Artist, 2011) y La Búsqueda (The Search, 2014), se decidiese a analizar el tópico genera algo de simpatía por ese encanto difuso que despiertan las causas nobles/ perdidas. Hoy el asunto está encarado desde la perspectiva romántica que ofrece la relación de Godard (Louis Garrel) con Anne Wiazemsky (Stacy Martin), quien se convertiría en su segunda esposa en 1967 luego de la separación de Anna Karina de 1965. El mismo Hazanavicius escribió el guión a partir de las memorias de Wiazemsky, una actriz precoz que se hizo conocida a los 18 años gracias a su legendario debut en el séptimo arte, Al Azar Baltasar (Au Hasard Balthazar, 1966), bajo la dirección del genial Robert Bresson, y que a posteriori desarrollaría una carrera de manera entrecortada con opus a cargo de distintos realizadores como Pier Paolo Pasolini, Philippe Garrel y André Téchiné.

Se podría decir que el trabajo de Hazanavicius es relativamente digno y cubre todos los sucesos fundamentales de la etapa: las reacciones negativas que genera La Chinoise (1967), primer indicio de la militancia maoísta de Godard y primera colaboración profesional con Wiazemsky, la participación del director en los acontecimientos del Mayo Francés de 1968, su decidida intervención en la suspensión de la edición de ese año del Festival de Cannes, la fundación junto a Jean-Pierre Gorin del colectivo artístico maoísta Grupo Dziga-Vertov, su pelea con Bernardo Bertolucci, al cual acusa de traicionar sus ideales marxistas por seguir filmando historias bajo el manto narrativo burgués, y finalmente la actuación de Wiazemsky en The Seed of Man (Il Seme dell’Uomo, 1969) de Marco Ferreri, circunstancia que deriva en un episodio de celos por parte de Godard, su supuesto intento de suicidio y un largo y lento camino hacia la separación definitiva del dúo, la cual llegaría recién en 1979.

En una jugada entre polémica y sumamente naif, Hazanavicius emplea el dispositivo tradicional godardiano para retratar este devenir romántico/ social de lo más agitado, lo que implica que a lo largo del metraje tenemos “intervenciones artísticas” vía juegos varios en el montaje, la fotografía, la música, los intertítulos, los movimientos de cámara y el voice-over, un planteo formal que desde ya está vaciado de la efervescencia ideológica de antaño y apunta más a ese típico homenaje -algo vacuo y oportunista, es cierto- que pulula en el cine de nuestros días. Considerando el generoso bagaje de impedimentos de todo tipo y prejuicios con los que se toparía la película a priori, la verdad es que Hazanavicius se las ingenia para salir bien parado mediante una simpática catarata de detalles autoparódicos, antojos demenciales y diálogos cargados de jerga revolucionaria que intentan quitarle el velo al “misterio Godard” para dejar al descubierto diversos rasgos de su personalidad.

Así las cosas, y por obra del maravilloso desempeño de Garrel y Martin, tenemos el Godard que abandona la narración clásica para abrazar la retórica experimental (en sus ojos equivalía a renunciar a un mainstream que lo estaba sofocando y volcarse a la libertad creativa absoluta que prometía el indie europeo de aquellos años), el que quería articular su arte con la posibilidad concreta de llevar a cabo una revolución social (su idiosincrasia solitaria y nihilista lo conduce a sabotearse de manera cíclica ante casi cualquier trabajo de impronta colaborativa), el militante en favor de los movimientos estudiantiles y obreros de los 60 (la paradoja es que despreciaba en general a sus fans, justo como los universitarios lo terminaban despreciando a él por su carácter egoísta y su discurso político contradictorio y cada vez más enrevesado) y el Godard amante que siempre rozaba la misoginia (la paranoia de los celos y sus ausencias caprichosas se unificaban a una idea del matrimonio vinculada a la posesión lisa y llana que habilitaba el maltrato y la crueldad cuando lo considerase necesario, ya que las mujeres -según su óptica- en esencia son adictas a autovictimizarse).

Previo a los “años video” de la segunda mitad de los 70, el mediocre regreso a la palestra internacional de los 80, su mega proyecto Histoire(s) du Cinéma de los 90 y su segunda vuelta al candelero con Elogio del Amor (Éloge de l’Amour, 2001) y la excelencia posterior, Godard Mon Amour nos presenta un retrato liviano aunque atrapante de una etapa de transición de una figura mítica del cine, la cual estaba dejando atrás el éxito de la gloriosa revolución artística que sobrevino con Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), Una Mujer es una Mujer (Une Femme est une Femme, 1961), Vivir su Vida (Vivre sa Vie, 1962), El Soldadito (Le Petit Soldat, 1963), Los Carabineros (Les Carabiniers, 1963), El Desprecio (Le Mépris, 1963), Alphaville (1965), Pierrot, el Loco (Pierrot, le Fou, 1965), Masculino Femenino (Masculin Féminin, 1966), Made in U.S.A. (1966) y Dos o Tres Cosas que yo sé de Ella (Deux ou Trois Choses que je sais d’Elle, 1967), para finalmente orientarse a una revolución fallida en la praxis cuyos dos primeros exponentes fueron La Chinoise y Week End (1967), esta última funcionando como la despedida del período de oro de su carrera…