Gauguin: viaje a Tahiti

Crítica de Pedro Squillaci - La Capital

El artista debe seguir su camino. Así lo sintió Paul Gauguin. Para pintar tenía que viajar, aunque eso le costara alejarse de su mujer y de sus hijos, y de su entorno de bohemios, locos y soñadores. "Gauguin, viaje a Tahití" atraviesa el derrotero de un hombre que soportó hambre, angustias y hasta desengaños amorosos antes de que el tiempo y su obra lo conviertan en una referencia ineludible en el arte universal. El realizador hizo foco en esa exploración, que a priori parece geográfica, ya que la Polinesia atrapa desde su paisajes exóticos, pero lo que se intenta reflejar es la búsqueda propia del que se desvía de la ruta de la manada. "Soy un niño, soy un salvaje, no saben nada sobre la naturaleza del artista" reza una voz en off luego de mostrar a Gauguin que se burla hasta de un ataque al corazón y de su diabetes crónica con tal de ir por ese trazo de color sobre el lienzo. "Lo peor de la pobreza es que te impide trabajar", dirá Gauguin en la piel de un insuperable Vincent Cassel. En esa búsqueda encontrará también a Tehura, una joven indígena que primero se verá seducida por ese hombre distinto e inquieto, pero después su deseo irá por otro cambio de piel. Esa historia también quedará registrada en su obra y, como regalo para el espectador, en los títulos finales hay un pantallazo de las pinturas reales de Gauguin. Como para volver a ratificar que las personas pasan, pero el arte queda.