Gauguin: viaje a Tahiti

Crítica de Analía Iglesias - La Voz del Interior

Paul Gauguin es un nombre reconocido del arte decimonónico. De procedencia francesa pero de espíritu nómade se presenta como un personaje fascinante tanto para los amantes de la pintura como para los curiosos de vidas tormentosas. La reciente película del director francés Edouard Deluc recala en esta segunda arista.

El punto de partida del filme es la decisión del pintor de abandonar París para instalarse en Tahití. Dicha determinación aparece fundamentada en la insatisfacción de Gauguin, compartida con otros artistas e intelectuales del momento, con la situación de la cultura en la ciudad luz de 1891.

Sin embargo, sólo él se atreverá a emprender semejante aventura ratificando su carácter heroico. Los cuadros no se venden, la pobreza es moneda corriente y el snobismo de los círculos del arte citadino se tiñe de hastío ante la promesa de un regreso a las fuentes, a lo primitivo, a la naturaleza, “una vuelta a la infancia de la humanidad”.

Desde el principio, en Viaje a Tahití se muestra a un Gauguin salvaje, indómito. Se trata del estereotipo de un artista del siglo 19, en la encrucijada entre el mundo del arte y el mundo prosaico de la supervivencia diaria, el trabajo y el dinero.

El dilema es un clásico: la vida refinada o la vida anodina. La figura del genio maldito incomprendido e inadaptado al mundo social que se ve empujado a la soledad para ser fiel a su vocación y condenado a la pobreza por adelantarse a su propio tiempo.

El viaje presenta esa tensión que convive hacia el interior del pintor traspolada geográficamente. La isla como un punto de inflexión en su obra, pero fundamentalmente en su vida, ante el encuentro con Tehura, una joven nativa a la que tomará por esposa y en torno a la cual girará su inspiración.

La fotografía deliberada explota al máximo la belleza del paisaje y de la luz, pero a contrapelo del mandato digital del contraste y la saturación, ofrece una pintura pareja, imponente aunque sin estridencia.

Por su parte, Vincent Cassel es un Gauguin exquisito, la potencia de su actuación trasciende ampliamente la historia guionada, su maestría logra que actor y pintor se confundan en la figura del protagonista, más allá de un cierto aire fisonómico.

Gauguin aparece como un artista afiebrado, casi un adicto que no distingue momentos ni circunstancias para dar rienda a su pasión, como un defensor del genio creativo y la inspiración original y un detractor tanto del arte mimético, como de la obra en serie. Pero se trata sólo de una pincelada de su perfil, son sus lineamientos de artista aunque no se profundiza en su poética particular. El filme cuenta por qué Gauguin es un artista del siglo XIX, pero deja abierta la pregunta de por qué es Gauguin.