Sin todavía alcanzar el estatus de famoso, el actor Iair Said está moldeando una carrera más que interesante. Participó en cortos premiados y dirigió otros iguales de exitosos, entre los que se destacan 9 Vacunas y Presente Imperfecto, que compitió en el Festival de Cannes. Es habitué de webseries, como Eléctrica (también repite su papel en la obra teatral homónima). En cuanto a largometrajes, aparece en films de Ariel Winograd (Mi Primera Boda, por ejemplo) y es coprotagonista de Mike Amigorena en Mario on Tour. Suele interpretar a muchachos tímidos y buenos, con salidas inteligentes, que generan una simpatía inmediata. Junto con Martín Piroyanski, uno de los actores jóvenes más representativos de la comedia argentina del siglo XXI. Flora no es un Canto a la Vida representa su primer largometraje. En este caso, un documental sobre Flora Schvartzman, su tía abuela por parte de la familia, con la que recupera contacto después de mucho tiempo. Flora tiene 90 años, es soltera y desde siempre pensó en morirse. Su carácter, generalmente duro, tampoco la vuelve alguien con quien pasar un buen rato. Y qué decir de su costumbre de ponerle tabaco a la ropa con tal de alejar a las polillas. Pero Iair sabe llegarle y ambos consolidan una relación entrañable. Según dice Iair, el motivo real por el cariño y el apego a la señora se debe a que pretende quedarse con su departamento de cuatro ambientes, ya que en teoría le corresponde. Sin embargo, el vínculo entre ambos resulta genuino, más fuerte que cualquier interés material. Como en sus cortos, Said le imprime humor y ternura a la película, y consigue que uno le tome cariño a Flora y, sobre todo, a la dupla que él y ella logran conformar. En cada uno de los fragmentos que comparten se complementan a la perfección: Iair es joven e inocente, mientras que Flora nunca teme exhibir el desencanto que le genera el mundo. La suerte de subtrama en la que Iair trata de que Flora no termine donando su departamento a una fundación israelí aporta momentos de comedia de enredos. ¿Es este recurso un elemento traído de la ficción o sucedió realmente? No hay respuestas, pero le otorga al film un condimento especial, que lo aleja de las convenciones. Flora no es un Canto a la Vida demuestra que se puede hacer un documental intimista sobre un familiar o ser querido, pero dándole una potencia y un desarrollo propio de una historia de ficción. Además, confirma el talento de Iair Said como cineasta. Vale seguir sus pasos tanto delante como detrás de cámara.
Documental sobre la vida y la muerte, el debut en largometraje de Iair Said registra los últimos momentos de Flora, una acumuladora compulsiva que intenta conectarse con el mundo a través de objetos inservibles, comida y lamentos. El director trasciende el patetismo con el que se podría haber mostrado la decadencia del ser humano, el paso del tiempo, los vínculos, reflotando con su humor característico, la necesidad de vincularnos y ver en el otro su necesidad de evadir la soledad.
Pocas veces en un documental donde el realizador es protagonista y también involuntariamente su tía, llega a un grado de honestidad que sorprende. El director, actor, cortometrajista, director de casting, Iair Said pone rotundamente las cartas sobre la mesa. Filma un documental sobre su tía, a la que nadie quiere, peleada con sus padres, de la que no tuvo noticias por años, con un solo interés: como es soltera y dueña de un espacioso departamento pretende ganarse su cariño y ser nombrado su único heredero. Con tanta confesión y conociendo al personaje protagónico que hace años es la queja viviente y solo quiere morir, se construye con humor, pero también con ternura toda una reflexión sobre los lazos familiares, la herencia, el humor negro judío, los mandatos familiares, las miserias y generosidades de todas las relaciones humanas. ¿Cuánto de codicia, tonteras, arbitrariedades, mundos ficticios, filosofía barata, solidaridad y tiempo perdido construyen las interacciones familiares? Preguntas, planteos, y una mirada que puede ser implacable, autocrítica pero también piadosa y siempre inteligente. Con momentos regocijantes.
Actor y reconocido cortometrajista, Iair Said (9 vacunas, 2013; Presente imperfecto, 2015) debuta en el largometraje con un documental bastante atípico, una historia familiar propia, cargada de humor negro, ironía y una honestidad en su estado más puro que abre el debate sobre la ética y la manipulación. Flora Schvartzman es la tía abuela solterona del realizador, por disputas monetarias estuvo peleada con la familia durante muchos años, al punto de no hablarse. Flora ya ha pasado los 90, la reconciliación al fin llegó y es a partir de ese hecho que el protagonista traza un plan para heredar el departamento que esta posee. Si Flora no ha tenido hijos el oficiará como tal y le brindará todo la ayuda, contención y amor que necesite. Pero no todo saldrá como fue planeado porque Flora ha donado en vida su casa a una institución israelí. Flora no es un canto a la vida (2018) es la descripción perfecta de un personaje quejoso, que ve en todo un problema y a la que nada la satisface. De comienzo un letrero aclara que la película fue realizada sin la autorización de la protagonista y desde ese punto de partida uno como espectador ya puede advertir por donde irá la cosa y que es lo que está dispuesto aceptar y que no. Said filma a Flora, se filma a él, a sus padres, con un dispositivo casero, con planos desprolijos, como si se tratara de un ensayo. Pero paradójicamente esa metodología termina dándole frescura e imprevisibilidad más allá de que nunca sabremos si éste actúa un personaje o si sus intenciones son verdaderas. Se puede discutir lo ético de la forma, la intencionalidad y hasta si es válido exponer de esa manera a alguien que ya no está. Pero también es real que hay una manipulación de ambos lados, tanto de Flora como del director, y que en ningún momento ninguno trata de ocultar, aunque sea más evidente de uno que del otro. En ese sentido el documental es honesto, aunque también cabe preguntarse si todo lo que se ve es real o parte de una puesta en escena en donde todos eran partícipes de una historia que el director manipuló.Y ahí la honestidad la daría pasó a la mentira. Flora no es un canto a la vida en la vida genera muchas más preguntas que las certezas que puede brindar. Tal vez Flora no fue la engañada y todos somos víctimas de una historia con mucha ficción y algo de realidad. O no.
Las películas familiares abundaron en el BAFICI 2018 (donde participó en la Competencia Argentina) y, muy especialmente, en el (ya no tan) nuevo cine argentino. Iair Said, reconocido actor, cortometrajista y director de casting, debuta en el largo con una historia que está todo el tiempo a punto de patinar, de caerse al precipicio. El realizador y protagonista logra mantener el equilibrio en una angosta cornisa apelando a un único recurso: hacer todo lo más transparente posible. Honestidad brutal. Flora Schvartzman es una nonagenaria que no ha tenido hijos y que, producto de distintas peleas, se ha mantenido alejada del resto de la familia durante años. Su sobrino nieto, que no es otro que el director, comienza a visitarla y a filmarla. La mujer se queja de su suerte, de su salud, de su look y la relación con Said parece ser lo único sano y enternecedor. Sin embargo, en un determinado momento, el realizador/protagonista confiesa que uno de los motivos de este acercamiento a su tía abuela es el departamento que ella posee. El único inconveniente (no menor) es que ella se lo ha prometido a una asociación de beneficencia. ¿Hay amor genuino entre ellos o se trata de puro interés cruzado (Flora, por encontrar a alguien que se ocupe de ella; Iair, por conseguir algún beneficio económico)? Ese es el eje si se quiere moral de un film rodado con cercanía, visceralidad y precarios dispositivos tecnológicos que le dan una impronta casera y urgente (con alguna conexión lejana con la brillante Tarnation). La película tiene mucho sentido del humor (por momentos bien negro) y con esa impronta tan particular y distintiva de la comunidad judía, donde lo trágico y lo cómico se dan permanentemente la mano. El film es simpático y por momentos incluso hilarante, pero también resulta bastante incómodo cuando nos encontramos riéndonos de una anciana que podría estar siendo manipulada emocional y económicamente. Al hacer evidente sus intenciones, el costado más monstruoso del asunto queda un poco de lado para que aflore el más humano. Una película para disfrutar, para pensar y -también- para discutir. Mucho.
Reencuentro que es también un homenaje En el abordaje de su tía-abuela de 90 años el realizador utilizó las armas del registro documental, aunque el espectador se ve en la posición de preguntarse si la ficción no habrá metido la cola en más de una instancia. “Todo lo que yo quería me lo llevaron. ¿Quién? La vida, hijo”. Eso dice, medio en serio, medio en broma, Flora Schvartzman en un momento de Flora no es un canto a la vida, primer largometraje del actor y realizador Iair Said. Iair es el sobrino-nieto de Flora, una señora de unos noventa años que, en más de una ocasión, afirmará a cámara que su muerte está cerca. Podría decirse que todos o casi todos tenemos en nuestra familia de sangre o en la política a alguien como Flora, una mujer quejosa y malhumorada (aunque dueña de una extraña simpatía) que nunca tuvo hijos y que, a determinada edad, ha perdido a gran parte de sus seres más cercanos. Said, avezado cortometrajista, encaró el proyecto, personal en todo sentido, con las armas del registro documental –por momentos, de guerrilla, con imágenes semi amateurs–, aunque el espectador constantemente se ve en la posición de preguntarse si la ficción no habrá metido la cola en más de una instancia. A poco de comenzar la proyección, el director/coprotagonista aclara, sin pelos en la lengua, que la recientemente reiniciada relación con la anciana, alejada durante un tiempo por peleas familiares, tiene un fin claro: heredar el departamento de Flora en pleno barrio de Flores luego de su muerte. El problema es que el piso ya tiene un futuro dueño: un instituto israelí dedicado a la investigación científica. ¿Podrá el joven, que todavía vive con su madre, convencer a la propietaria de cambiar su testamento y legarle el cuatro ambientes con balcón a la calle? En su carrera como actor, Iair Said ha creado –a partir de personajes ligeramente tímidos, ligeramente torpes, a veces enormemente acomplejados– una suerte de persona cinematográfica fácilmente reconocible (ver Mi Primera Boda, de Ariel Winograd, o Acá adentro, de Mateo Bendesky). Algo de eso permanece en Flora no es un canto… y, nuevamente, vale la pena preguntarse cuánto hay aquí del Said real y cuánto de creación para la cámara. Es parte del juego que propone el film, que, a pesar de coquetear constantemente con el humor negro, nunca termina de caer en sus garras. En los últimos tramos, cuando un geriátrico se transforma en la única alternativa para el cuidado de la tía, el relato comienza a transformarse en una despedida, una suerte de réquiem cinematográfico tan íntimo en sus particularidades como universal en sus resonancias. “No puedo creer que esté tan vieja”, dirá Flora un poco más tarde, ya como una forma de memento mori audiovisual. En ese momento aparece la humanidad detrás del vínculo, que hasta ese momento había sido presentado en pantalla de manera algo brutal y, en más de una ocasión, incómoda. “Este documental fue realizado sin el consentimiento de su protagonista”, reza una placa al comienzo. Más allá de la veracidad de esa afirmación y de la suerte del departamento, el resultado final de la película se parece más a un homenaje que al registro del intento de una toma, sea esta emocional o edilicia.
Además de guionista y director de Flora no es un canto a la vida, Iair Said es actor. El dato relativiza la definición de Documental acordada al largometraje que circuló por el BAFICI de 2018 entre otros festivales de cine, y que el viernes pasado desembarcó en el Malba. También resulta poco ortodoxa la decisión autoral de intervenir como figura ¿secundaria? en esta semblanza de una tía abuela soltera que, a juzgar por el título y el afiche del film, podría haber protagonizado alguna historieta del estadounidense Harvey Pekar. Existe otro personaje –atípico, por cierto– en esta aproximación a un pariente lejano en más de un sentido. Se trata del departamento de la tía, una suerte de tercero en discordia que progresivamente condiciona el vínculo entre retratada y retratista. “Este documental fue realizado sin el consentimiento de su protagonista”, aclara una placa al principio del film, y es cierto: Flora protesta en reiteradas ocasiones ante la cámara encendida. Sin embargo, Said se las ingenia para convertir esa queja en letanía narrativa de un ensayo (re)creativo que, en honor a la verdad, dista de atentar contra la vida privada de la nonagenaria. Ante todo, el presente de Flora constituye un espejo donde el sobrino se mira y enfrenta sus propios temores a la soledad, a la vejez, a la muerte. Este actor y realizador es menos ácido que Pekar, pues conjuga su predilección por la caricatura con algunas expresiones de ternura. En los últimos años ha aumentado la cantidad de realizadores más o menos nóveles que encuentran en el seno de sus propias familias historias o parientes dignos de inmortalizar en una película. Said se sube a esta ola con una tía abuela más preparada para lidiar con la Parca que con la vida. Acaso porque implica una decisión osada, la experiencia vale la pena.
El heredero Desde el vamos un cartel advierte al espectador que la protagonista de este documental del actor y director Iair Said (Ver entrevista) no sabe que se la está filmando. Algo parecido ocurre en la percepción de los siguientes 64 minutos cuando el vínculo entre Iair y su tía abuela, Flora Schvartzman, de 90 años, cruza los terrenos de la ambigüedad, por un lado el de los afectos y la búsqueda de desentrañar las causas de un distanciamiento familiar prolongado y por otro el deseo de heredar un departamento de cuatro ambientes en el barrio de Flores, aunque la propietaria eligió donarlo a un instituto israelí que se dedica a la ciencia. Sabido es que el humor negro en buenas dosis ayuda a pasar malos tragos y parte de este recurso se emplea con cautela en este opus porque entre otras cosas Flora sabe que la parca la vendrá a buscar en breve. A veces parece un deseo frente a una vida sin nadie alrededor más que los objetos que acopia en ese inmueble hasta que un sobrino nieto (Said) se desdobla en su rol de director para ir a buscarla, conocerla, preguntarle con delicadeza pero sin pelos en la lengua por su pasado y por su presente, y así persuadirla de que no piense tanto en la muerte, en el paso del tiempo, en los dolores del cuerpo y del alma, y también de la necesidad de un despojo de lo material. Iair Said se deja llevar por la intuición, por ese sentido de la observación que esconde un homenaje a Flora, honesto y con sabor agridulce. Esa falta de cálculo para la puesta en escena no es para nada reprochable aunque es justo aclarar que detrás de lo que se ve en pantalla -sea ficción o no- es producto de un riguroso trabajo de montaje. Así, en Flora no es un canto a la vida aparecen naturalmente momentos de genuina verdad y emoción como la de una tía abuela que descubre por primera vez el talento de un sobrino nieto en una pantalla de televisión, con los ojos bien abiertos y gozando del pedacito de vida que la haga pensar unos segundos en otra cosa que no sea en su propia muerte.
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Iair Said realiza un documental en primera persona donde el humor es la base para hablar de la familia, los sentimientos, los intereses y la vida y la muerte, a partir de Flora, una tía abuela que es todo un personaje. Llega al Malba después de su paso por el 20° Bafici. Después de muchos años de no hablarse con Flora, la familia del director se reencuentra con ella y sus modos de ser y de hacer. Una mujer grande y sola, afecta a sentirse mal y expresarlo, esquiva para todo aquello que la contradiga, encuentra en ese acercamiento la posibilidad de tener alguien con quien compartir pero cuando ella quiera. Iair ve que su tía abuela no tiene otra familia más que ellos y un departamento que él no tiene. El problema es que lo ha legado a un instituto de investigación judío. Entre llamados y salidas a comer o visitas a la casa se suceden las escenas para retratar a la protagonista de este documental de personaje, especial por sus toques de humor y esos límites borrados con la ficción. Una mujer que sólo se quiere morir y se queja de lo mucho que le cuesta, es todo un caso que consigue empatizar sin medias tintas con cualquier espectador. Y los intentos del director tratando de cancelar la donación agrega, también, lo suyo. El documental ensaya, desde la risa, reflexiones sobre los vínculos familiares con sus prejuicios, egoísmos, solidaridades y afectos. Pinta retratos humanos y conocidos a partir de estereotipos encarnados que se pasean frente a nuestros ojos y la cámara sin pudores ni cuidados y con gracia, decidiendo dar por tierra con la corrección política y echando mano a la judeidad y sus particularidades. Cuando estemos llegando al final afloran los sentimientos que, aunque en segundo plano y expresados, siempre estuvieron y podremos añorar las ausencias inevitables y previsibles.
Estamos frente a una micro-película que en su germen no es más que una serie de fragmentos de registro casero sobre algunos momentos en la vida de una mujer y quienes la rodean. Esto que algunos podrían leer como un comentario descalificante sobre la obra es todo lo contrario, pues es ante todo el mérito absoluto de su valía cinematográfica, pues sin duda alguna lo que vemos en los 64 minutos de imagen y sonido es una cuidadosa y enorme construcción, una tarea ciclópea de montaje, preservado todo por una paciencia imaginativa que aguardó durante años para lograr crear una película casi de lo mismo que muchos tendríamos guardado en un cajón: algunas imágenes de la vida. Flora no es un canto a la vida, es un documental que narra una breve parte de la vida de Flora, la tía abuela del narrador – director Iair Said, que se rencuentra con la anciana luego de décadas de distanciamiento, de esas lejanías producidas por las cuitas familiares que rompen vínculos ad infinitum. Pero un día hay un volver a verse y la película comienza por ahí, por la vuelta. A partir de ese momento el uno y el otro parecen dispuestos a recuperar (de alguna manera) el tiempo perdido. Pero el filme así presentado podría pensarse como un relato melancólico lleno de reminiscencias penosas, lento y cansino. Y es por definición un relato ágil, fresco y vivaz, aún cuando habla de la muerte. Lo que aviva la llama de su mirada es en especial que está lleno de chispazos de humor, un humor irónico y hasta mordaz que juega con lo naif y lo tierno en algunas escenas. Lo que también se vislumbra en esta narración es una gran sensibilidad para mostrar las pequeñas cosas que habitan en la mirada de los otros, de Flora, de su pesimismo, de su tiempo detenido, de sus frustraciones y mezquindades. Se presenta muchas veces como en pura clave irónica, ya que la subtrama del narrador hace de cuenta que su acercamiento se juega con la sola motivación de quedarse con el departamento de la tía abuela el día que ella pase a “mejor vida”. Una idea picante porque todos pensamos alguna vez, ¿Qué pasará cuando mi abuelo no esté? ¿Me dejará algo cuando deje esta larga vida? Flora, es entre otras cosas la representante de una generación con ideas sobre el mundo que nos resultan tremendamente familiares, nos recuerdan a nuestros antepasados, y a su vez resultan antitéticas con nuestros valores presentes. Esa es la magia, la dualidad permanente que convive en los vínculos, en especial en los familiares. Los defectos que podemos encontrarle al filme son de orden técnico en su aspecto más primigenio, la calidad de la imagen, los encuadres que son pura improvisación, pero el contenido tan cuidadosamente elaborado borra las huellas de las imprecisiones más burdas para hacer de esta película un ejemplo joven de cómo hacer una historia genuina, un filme hecho del puro deseo de hacer lo que a un realizador lo conmueve hacer: cine y más cine. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Para un documental no hace falta una gran idea, ni desarrollar un gran tema que afecte ampulosamente a la humanidad ni ponerse enciclopedistas y bajar línea. No hace falta nada de todo eso. Hace falta justamente, tener el ojo afinado y encontrar ESE personaje que le de impulso a una pequeña historia y que los espectadores tengamos ganas de saber más y más y que no queramos desprendernos de su magnetismo. Iair Said (con una interesante trayectoria en cine: lo vimos recientemente en “Mamá se fue de viaje” “Sin hijos” “Permitidos” y una excelente contrafigura de Mike Amigorena en “Mario on Tour”) se pone por primera vez detrás de las cámaras para poder mirar lo pequeño, lo simple, lo sencillo que reside en cualquier historia familiar. Lo interesante y lo grandioso de su propuesta en esta Ópera Prima es justamente saber narrar una gran historia desde lo simple y atrapar al espectador desde las primeras imágenes. Said sabe, perfectamente, que su tía abuela con la que hace más de veinte años que había perdido contacto, es un personaje prototípico, especial y único, ideal y exacto para protagonizar esa película que quiere filmar teniendo como arma más poderosa y carta de presentación, su sentido del humor por momentos delirante, por momentos naïf y que en muchas ocasiones remite a la genialidad del mejor Woody Allen, con el que comparte algún que otro gag religioso. “FLORA NO ES UN CANTO A LA VIDA” se construye inteligentemente nadando entre dos aguas: orillando por momentos en el documental y arrimándose en muchos otros a la ficción, generando una especie de “falso documental” en donde se borran los límites de ficción y realidad, que lo amplifica y lo hace más interesante aún. ¿Flora sabe o no sabe que la están filmando? ¿Cuánta verdad hay en la historia que Said cuenta o es una simple excusa narrativa más?, y cada pregunta y cada duda potencian aún más las ganas de sumergirnos y avanzar en el relato. Said entreteje su ópera prima en base a un inteligentísimo y artesanal trabajo de edición (enorme talento el de Flor Efron que ha hecho un destacable trabajo para darle más sentido a la historia en la mesa de edición) y fundamentalmente le da confianza y deja desplegar las virtudes y contradicciones de la figura de Flora que es -palabras más, palabras menos- muy parecida a cualquier personaje que se pasee por nuestras reuniones familiares. Desde el primer momento se sabe que Flora prefiere morirse ya mismo, cuanto antes mejor o al menos eso dice casi confesionalmente, de la boca para afuera: de ahí el título de que no es precisamente un canto a la vida. Pero también, su actitud frente a ciertas vicisitudes y la forma de encarar la vida que tiene nuestro personaje principal (y digo nuestro porque uno se apodera de Flora pasados pocos minutos del filme) hace que suene completamente paradojal. Y ahí reside, fundamentalmente, el encanto y el atractivo de la propuesta. Said a través de Flora se permite explorar el propio universo familiar, las tradiciones, las distancias, el paso del tiempo, la muerte, el dinero, la herencia, el poder, la codicia, los sentimientos. Enumerados de esta forma pareciera que quiere cubrir en tan solo unos 64 minutos los grandes temas de la humanidad. Pero logra hacerlo. Y lo hace muy pero muy bien, de una forma orgánica y sumamente natural. El éxito de la propuesta sencillamente radica en que en ningún momento peca de pretencioso ni da cátedras de vida, ni los personajes sentencian grandes verdades, ni Said usa la cámara para presumir de absolutamente nada. Por el contrario, retrata la vida misma –reto por cierto nada sencillo-, sus propias contradicciones y es así como su árbol genealógico, su propia familia y su propia historia, quedan expuestos en pantalla con una sinceridad única: "FLORA NO ES UN CANTO A LA VIDA" se nutre de lo genuino y ese es su gran capital. Como si todo esto fuese poco, logra atravesar temas tan profundos como los mencionados, sin perder el humor ni por un segundo, y desplegando justamente detrás de esa fachada de comedia, uno de los trabajos más comprometidos que se vieron en el BAFICI del año pasado, de esos que se miran con una amplia sonrisa y al rato aparece el nudo en la garganta y el apretón en el pecho. Una ópera prima enteramente disfrutable.
“Flora no es un canto a la vida”, de Iair Said Por Mariana Zabaleta Almas melancólicas pueblan miles de metros cuadrados en la gran ciudad. No hay río, montaña, lago ni tormenta que pueda saciar semejante melancolía. El género documental parece exacto para retratar la vida, y el pesar, cotidiano del verdadero ciudadano porteño. Nunca entendemos, qué motivó a ésta película, quizás es como una burla extraña (se esperan hipótesis). Hay algo de bueno y malo en ello, pujando por la tensión en una historia retorcida; la de un sobrino nieto concursando, sentimentalmente, por la herencia de su tía abuela. Un semipiso en el barrio de Flores es el premio de este programa de concursos. Iair Said va a entrar en escena todo el tiempo, como si un espejo se pusiera frente a la cámara para dar cuenta de una carrera y una identidad, o quizás se quiera retratar el paso del tiempo, ese que si pasa por allí es difícil de notar. Flora no se reconoce en la imagen, cuando se ve al espejo no se ve de esa misma manera. Vernos en movimiento, convertido en un hábito actual, quizás envejezca el alma antes de tiempo. Flora Schvartzman desfila como un personaje del romanticismo perdido en el tiempo. La contracara de su sobrino-nieto que no para de mostrarnos su día a día, sus modos (y los de su familia) de hablar en la intimidad, sus miedos y conflictos. Flora, atrapada en la imagen, le juega su venganza a la muerte, arrebatándole la película a la melancolía, y a su autor-sobrino-nieto. Un gesto de la imagen, un síncope del cinematógrafo. Entonces el porqué, ese que buscamos durante gran parte de la película: motor y motivo (finalidad de su propio hacer) no parece solo de Iair Said, o quizás queda en el borde (ya no importa), entre el cinismo antiguo y la idiosincrasia porteña. Esta reseña fue publicada en ocasión del estreno de la película en el Bafici 2018. FLORA NO ES UN CANTO A LA VIDA Flora no es un canto a la vida. Argentina, 2018. Dirección, guión y fotografía: Iair Said. Intérpretes: Adriana Schvartzman, Flora Schvartzman e Iair Said. Música: Matías Schiselman y Fernando Martino. Edición: Flor Efrón. Sonido: Jésica Suárez, Diego Hernán Marcone. Duración: 64 minutos.
Iair Said, actor y director, decidió filmar un documental sobre Flora Schvartzman, su tía abuela. Claro, sin el consentimiento de esta mujer de 90 años, quien desde que nació se prepara para morir, que sólo tiene en el mundo a su sobrino nieto y la mamá del realizador, que son protagonistas de esta historia. Entre el sarcasmo y la cruel realidad, Said cuenta en primera persona este relato y confiesa que más allá del cariño que siente por Flora, también le interesa heredar su departamento. Pero está en problemas. Porque ella, de origen hebreo, decidió donar ese inmueble al Instituto Weizman, fiel a una tradición familiar. Flora tiene frases como "el bolsillo mueve al mundo, no el amor"; "la vida se llevó todo lo que yo quería"; y quiere regalar todo lo que ya no usa en su departamento porque "mejor dar las cosas con la mano en caliente". Coqueta, le gusta comer bien y fumar sin cuidarse y asegura que guarda toda la ropa a propósito con olor a tabaco "para ahuyentar a las polillas". Con ternura y cierto humor negro, el documental genera empatía con el espectador, ya que muchos verán en Flora el espejo de su abuela. La escena de la foto que ilustra esta crítica, que es el momento en que ella descubre en la TV a su sobrino como actor, es el momento en el que, simplemente, es inevitable no enamorarse de Flora.