Familia sumergida

Crítica de Maia Debowicz - La Agenda

La vida acuática

En su ópera prima, María Alché retrata a una mujer que ocupa los espacios de su hermana muerta, consiguiendo un relato onírico y cautivante.

Una cortina flameando presenta a la protagonista, Marcela (Mercedes Morán), a través de su sombra. Una silueta oscura que contrasta con la luz que atraviesa la tela. Cuando los colores de su rostro se definen, el personaje abre la puerta de una habitación para luego dirigirse a la heladera, donde descubrirá, como un tesoro perdido, los restos de un postre helado en el freezer que no dudará en comer. Ella se mueve por la casa con el peso de un fantasma que regresó a un lugar conocido. Habitado.
Es el hogar de su hermana Rina, quien acaba de morir dejando un museo de incontables objetos que rebosan en todos los recovecos del departamento. Será Marcela la encargada de desarmarlo, de guardar una a una sus pertenencias en cajas, de cancelar una vida extinguida con cinta scotch.

Familia sumergida, ópera prima de María Alché, es una película que no narra acciones sino sensaciones. Por eso la fotografía de la francesa Hélène Louvart es poco nítida, difuminando los contornos de los personajes. Sumergiéndonos a nosotros en la profundidad del agua junto a Marcela, su marido, sus tres hijos, y Nacho (Esteban Bigliardi), un visitante enigmático que le permitirá a esta mujer sobreviviente nadar crol más que hacer la plancha.

La dirección de arte acentúa esta idea sutil de mostrar a este grupo de personas sumergido a través de numerosas plantas que enmarcan los ambientes, como si fueran algas marinas y cachalotes rodeando los sillones y portarretratos que decoran la casa. Ambas: la de Marcela y la de su hermana Rina. La protagonista tiene el cuerpo dividido entre las dos casas, estando ausente en cada lugar que pisa. María Alché, quien debutó en cine interpretando a la hija de Mercedes Morán en La niña santa (Lucrecia Martel, 2004), filma los llantos silenciosos de Marcela, imperceptibles al ojo humano. Tal vez porque este personaje femenino se asemeja demasiado a un hipocampo: sin escamas, nada en posición vertical, a diferencia de la mayoría de las criaturas acuáticas. Tiene la capacidad de cambiar de color para mezclarse con el entorno, de volverse invisible para el otro, incluso para ella misma. Como el caballito de mar no tiene mecanismo para defenderse contra los depredadores, su estrategia es esconderse. Por eso Marcela se oculta al comienzo tras una cortina. Para protegerse de los recuerdos de su hermana, tan presente que se convierte en una amenaza más grande que una mantarraya.

Si bien Familia sumergida, ganadora del premio Horizontes Latinos en la 66 edición del Festival de Cine de San Sebastián, es un drama introvertido, a medida que avanza el relato se anima a bordear climas de terror, recordando a la paranoia que padecía el Sr Trelkovsky en El inquilino (Roman Polanski, 1976). Tanto ese personaje, interpretado por el director polaco, como Marcela, se afincan en un sitio ajeno perteneciente a alguien muerto. Marcela se prueba el tapado de su hermana Rina frente al espejo al igual que el Sr Trelkovsky jugaba a vestirse de Simone, la anterior inquilina del departamento que ocupa. Están tan cerca de aquellas mujeres difuntas que no tardan en observarlas caminar por el ambiente. Incapaces de distinguir entre fantasía y realidad; entre sueño y vigilia. Pero mientras Roman Polanski decidía aclarar, en el desenlace de la película, qué era verdad y qué era alucinación, María Alché demuestra, al mejor estilo Martel, que la única verdad son las emociones del personaje, de esa madre, hermana, esposa y amante que se encuentra rajada por dentro y por fuera.

Esa firme postura autoral consigue que el relato bordee por momentos una atmósfera lyncheana, donde los ancianos escalofriantes de El camino de los sueños (2001) parecen haberse escapado de esa película para invadir el living de Marcela. Por eso el diseño de sonido de Julia Huberman es clave para generar ese estado confuso permanente, que nos mete de prepo en el interior de un sueño que se torna en pesadilla, que muta al igual que la protagonista disfrazada de hipocampo.

Rina es el conejo blanco que obliga a Marcela a zambullirse en situaciones extrañas sin saber si está despierta o dormida. Y María Alché es Lewis Carroll, o mejor John Tenniel, logrando que seamos nosotros también quienes no tenemos la certeza de estar conscientes o con los ojos cerrados. No obstante, el recurso suena bastante lógico: cuando alguien próximo muere es difícil, si no imposible, comprender qué es real y qué no. Cuáles son los recuerdos verdaderos y cuáles son inventados. De eso se trata Familia sumergida: de la subjetividad de las vivencias. Por eso Marcela y su terco hermano discuten al no coincidir en una anécdota. Él sostiene que su abuela fue una mujer feliz mientras que Marcela asegura que la pasaba tan mal que a veces se escapaba, y hasta incluso tuvo un intento de suicidio. Es la imposibilidad de encontrar un relato único. Una verdad absoluta.

Será un baile, de hecho dos, lo que le recuerde a Marcela que quien murió no es ella sino su hermana. Pero en Familia sumergida los contornos no existen, y abajo del mar nada se ve muy claro. La tristeza es tan difusa como la silueta de los personajes. El espectador solo debe ponerse la malla y nadar como un pez globo que acompaña con paciencia el proceso de una persona que aún no está lista para despedir a su hermana. Y tal vez nunca lo esté.