En un mundo mejor

Crítica de Cecilia Martinez - A Sala Llena

¿Cómo es posible construir un mundo mejor? Desterrando la venganza y enseñando al mundo, a las generaciones venideras, que la violencia solo genera más violencia y no soluciona nada, por el contrario, empeora las cosas y nos vuelve seres humanos despreciables. No hay salida de ese lugar, no hay retorno, no hay construcción posible desde ahí.

Partiendo de esa premisa, la película construye dos historias, dos tramas, en dos escenarios tan disímiles como similares, e ilustra cómo ciertas decisiones pueden traer las peores consecuencias, aunque esas consecuencias tengan que ver con el ámbito más privado del ser humano, con su propia consciencia y su culpa. Cómo es posible que algunas personas viven inmersas en un mundo de extrema violencia y crueldad mientras otras, ahí al lado, rehúyen esos sentimientos y eligen construir un mundo mejor. La película no es platónica ni idealista en ningún sentido; ambas realidades conviven en todos los universos, incluso en los universos individuales de cada uno de nosotros. En nuestro interior siempre existe, existió y existirá la pugna entre la venganza y el perdón, entre lo más vil y lo más noble. Bollamos entre uno y otro sentimiento y a veces se impone uno y otras veces se impone el otro. Y la película apunta a esa disyuntiva interna, a ese sitio en el que sabemos que podemos claudicar si nuestras convicciones no son del todo firmes y si nos permitimos un momento de duda. Y el gran acierto del film es justamente mostrar esa dualidad, esos matices, en cada uno de los personajes. Sussane Bier se toma su tiempo para construir minuciosamente los caracteres de los personajes, para ir develando, de a poco, en cada uno de ellos, los sentimientos que van aflorando, al punto de ponerlos en determinadas situaciones en las que los vemos sufriendo, desgarrándose por dentro, al saberse testigos de atrocidades y sin poder hacer nada al respecto.

Y es así como la directora nos muestra estas historias paralelas, estos mundos tan distintos, conectados en ese aspecto, en la inevitabilidad de la violencia y la venganza, en ese punto de unión entre ambos que tiene como eje a Anton. Por un lado, un campo de refugiados en África, en el que Anton trabaja como médico y, por otro, la historia de dos chicos, amigos de la escuela, uno de ellos hijo de Anton, en un pueblo tranquilo de Dinamarca. Anton va y viene, entra y sale de estos mundos, y en ambos lucha contra la peor enfermedad conocida: la violencia humana. Y en el mundo en el que vive su familia, es su hijo quién se verá involucrado en situaciones terribles, de la mano de su amigo Christian, que recientemente perdió a su madre y está en pleno proceso de duelo. Por lo tanto, somos testigos de la inocencia de dos chicos, que hacen lo que hacen porque lo ven como una travesura –y porque las figuras adultas están relativamente ausentes o inmersas en otros conflictos–, y de la intencionalidad absoluta de la conducta de ciertas personas cuyo único propósito en la vida es infligir dolor a otras. Pero la raíz de ambas es la misma y es la que la película se encarga de denostar y aborrecer. Pero también se encarga de enaltecer ciertas cualidades, como la humanidad, la capacidad de perdonar y, por sobre todas las cosas, la responsabilidad de los adultos de impartir valores mediante la conducta, de educar con el ejemplo, y no con la palabra como la mayoría suele hacer. Si no hay un correlato entre lo que se dice y lo que se hace no hay enseñanza posible, y lo que vemos en este film es justamente eso, un padre con la responsabilidad –bien asumida y bien usada– de educar a dos chicos de 10 años en un momento crucial de sus vidas. Anton tiene conflictos internos con respecto a esto, pero su convicción sobre qué elige mostrarles es inquebrantable y la sostiene incluso en situaciones humillantes para él. Y en esos momentos se debate como también lo hace en una de las escenas más impactantes de la película por el contenido dramático, la escena en la que matan brutalmente a Big Man (un terrateniente de la zona del campo de refugiados de África, que mutilaba mujeres por diversión), una secuencia increíble por la fuerza y por el impacto que tiene en los espectadores; nos metemos en la situación, nos metemos en la cabeza de Anton y sufrimos a la par de él, no por lo que está pasando en realidad –porque estamos de acuerdo con la venganza, no hay duda de eso– sino porque vemos y sentimos en carne propia su angustia, la vemos en su mirada de desahucia, de desesperación, de mezcla de sentimientos porque él sabe que lo que está a punto de ocurrir es lo correcto pero, al mismo tiempo, no comulga con ese tipo de actos de violencia. Y la música en esta escena ayuda sustancialmente a generar esa sensación, y va creciendo en intensidad dramática conforme avanza la secuencia hasta llegar al clímax en que el acto se está cometiendo y ya no hay vuelta atrás. Y, en ese momento, uno siente el dolor de Anton, lo observamos en su rostro, en su forma desesperada de moverse de un lado a otro, en la consternación de su mirada. Y después lo vemos cuando trata de hablar por Skype con su hijo pero no puede, las lágrimas le brotan de los ojos y no puede disimularlas.

Y así es como la película construye y nos enfrenta a esta dicotomía que todos los seres humanos tenemos adentro, a la posibilidad de perdonar y a la posibilidad de causar daño, a la bondad y a la nobleza frente a la sed de justicia y venganza porque, en definitiva, todos y cada uno de nosotros vivimos ambas realidades y optamos a veces por una y otras veces por otra. Porque quizá solo el Ruiseñor de Andersen sea capaz de pregonar la bondad más absoluta y pura, quizá solo él tenga esa capacidad, mientras le canta al emperador y le salva la vida.