Elle. Abuso y seducción

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Contra toda idea de víctima.

En Elle, Verhoeven y la extraordinaria Huppert van complejizando la trama y su personaje hasta niveles insospechados de incomodidad, humor negro e incorrección política, confirmando que no están dispuestos a ceder al conformismo o la buena conciencia.

La primera película para el cine del gran director holandés Paul Verhoeven en una década, después de la arrolladora El libro negro (2006), comienza sin preámbulos, in media res, con lo que será el disparador y a la vez el núcleo de su tema: una violación. O más bien con aquello que sigue a la violación: una mujer que se levanta dificultosamente del piso, que barre los restos diseminados de la lujosa vajilla que se rompió durante la lucha, que se prepara un baño de espuma y ordena sushi a un delivery, como si acabara de llegar de la oficina. Se diría que esa mujer ha sufrido sin duda daño físico (hay sangre, moretones) pero no psicológico. Todo en ella se resiste a la idea de víctima. Que el director Verhoeven y su extraordinaria protagonista Isabelle Huppert –en un tándem ideal- luego de esa impactante apertura vayan complejizando la trama y su personaje hasta niveles insospechados de incomodidad, humor negro e incorrección política no hace sino confirmar que ambos son gente de cuidado, que no están dispuestos a ceder nada al conformismo, los lugares comunes o la buena conciencia.

¿Quién es “ella”? ¿Por qué la tercera persona del título? La película, evidentemente, adopta su punto de vista. Pero pareciera que esa distancia que ella pone con los hechos y con quienes la rodean impide siempre saber quién es realmente, qué piensa, qué siente. La superficie, en todo caso, se irá desplegando paulatinamente. Ella es Michèle Leblanc, una exitosa empresaria proveniente del mundo editorial, pero que ha conseguido reconocimiento y fortuna al frente de una compañía creadora de videojuegos. Y videojuegos que, tal como se aprecia en algunas de las reuniones que preside con mano de hierro, no le escapan en nada a la violencia y el sadismo. “Le falta sangre, espesa y tibia”, se queja cuando evalúa un proyecto en desarrollo, en el que una heroína solitaria debe luchar contra un universo de monstruos que la acechan. Así son, en todo caso, las heroínas del último cine de Verhoeven: mujeres dispuestas a plantarse firmes frente a un mundo hostil, en el que los hombres –como en la ya citada Libro negro o en su delicioso telefilm Engañado (2012)– terminan llevándose la peor parte.

“Sos tan egoísta que das miedo”, le dice su madre cuando Michèle la sorprende con un taxi-boy y la humilla delante de él. “Sí, lo sé”, responde ella sin inmutarse y pasa como si nada a otro tema. Hay una tensión permanente entre todos los personajes y siempre la genera Michèle, como si el contacto con ella quemara, pero con un fuego frío, como el del hielo. Es ella, con una dosificada perversión, quien pone en crisis a su madre, a su ex marido, a su amante, a sus empleados, a su mejor amiga, a su hijo. E incluso a su violador, al pasar inmediatamente de objeto sufriente a sujeto activo.

Un acontecimiento traumático, sucedido 39 años atrás, “un mito urbano” como dice la televisión cuando lo recuerda, está en el pasado de Michèle. Y ella no tiene problemas en referirse a sí misma tal como en su momento la describieron los medios, como “una niña psicótica”. Pero el gran hallazgo de Verhoeven y su guionista David Birke es el de evitar cualquier reduccionismo psicológico. En todo caso, ese episodio proveniente del pasado da una pauta de que si ella no se comportó como una víctima entonces, cuando era una niña, no lo va a hacer ahora de adulta, cuando está a punto de ser abuela. Una abuela predadora, por cierto. “Los locos no me importan, son mi elemento”, dirá.

Muy pocos films, con excepción de los del propio Verhoeven, ha habido en los últimos años tan cáusticos para con la institución familiar, el matrimonio o los lazos de sangre. Nada de todo eso parece quedar en pie. En cualquier caso, ciertamente ninguna película es más blasfema y anticlerical que Elle desde los tiempos de La Vía Láctea (1969), de Luis Buñuel. Basta que Michèle vea la imagen del papa Francisco en TV (y no lo ve una sola vez) para que murmure, como al pasar: “Maldito sea, que se pudra”. Y cuando el joven, amoroso matrimonio vecino de enfrente, siempre tan cristiano y tan devoto, arma en su jardín un gigantesco pesebre navideño, ella no tendrá mejor idea que espiarlos como una voyeuse y masturbarse.

Tal como el propio Verhoeven lo ha reconocido, Buñuel es sin duda una referencia para el abordaje de Elle, no sólo por cierto tono, o “semblante”, que por momentos parece provenir directamente del humor zumbón de El discreto encanto de la burguesía. También lo es para la puesta en escena de ciertos pasajes: aquellos que no son de neta inspiración hitchcockiana tienen a Buñuel como numen inspirador. En todo caso, el fetichismo de ambos cineastas impregna a Elle, con esos significativos planos detalle de un revelador anillo de bodas, de una tijera puntiaguda o de una pierna sangrante envuelta en una media de seda negra rota.