Elena

Crítica de Federico Rubini - Cinematografobia

Las formas del cine

El lenguaje propio

El formalismo tiene límites insospechados, y Elena es un ejemplo de ello. Es que el film de Andrey Zvyagintsev, el realizador ruso de la conocida El regreso (2003), es un claro exponente no solo de una llamativa capacidad narrativa, sino también de un marcado interés por la forma misma, por la utilización de los recursos puramente cinematográficos como principal sustento de un relato. Elena es un film amargo, desalmado y cerebral, frío como los escenarios rusos en los que se plantea la acción y, a su vez, es tal su factura, su límpida ejecución, la versatilidad de recursos que pone en escena, que se construye como un muy buen ejemplo de ejercicio cinematográfico, de presteza de lo métodico- algo así como una eficacia de la forma. Las escenas se suceden quirúrgicamente y los personajes realizan acciones que, a pesar de encontrarse evidentemente encorsetadas dentro de una rigurosa puesta en escena, fluyen y se suceden como por desprendimiento- un excelente ejercicio de causalidad narrativa.

En Elena no hay bondad ni esperanza, sólo necesidad y caídas- o quizá sólo una, una lenta caída en un infierno en el que el fuego es el dinero, un fuego alimentado por estos cuerpos que aparentan vida pero que han dejado de vivir hace mucho tiempo, hundidos en una desesperación que pareciera ser el rasgo principal de la diégesis planteada: un denominador común que atraviesa como un rayo los cuerpos frágiles de todos estos personajes. Es así que si en Vladimir, el marido de Elena, hay una clara caída del cuerpo, de lo físico, en Elena hay una caída de la moral, y en su hijo, Sergey, la moral misma se encuentra tergiversada, ligada a la dependencia económica de un tercero y la visión de la ayuda como un rasgo absolutamente imprescindible. Lo interesante, justamente, de un relato como Elena, es que no hay extremos, sólo una gran gama de grises, personajes que pueden redimirse pero que no lo desean- no es esa su intención.
Todo comienza, como si se tratara de una obra de Chéjov, con una premonición casi alegórica, un mal augurio: el graznido de un cuervo. El tratamiento que utiliza Zvyagintsev para delinear esta escena inicial es sumamente preciso: un cambio de foco casi imperceptible desde el más acá- el comienzo de un árbol- hasta el más allá, un cuervo posando sobre una rama junto a una ventana. Este plano marca lo que será a lo largo de todo el film una puntillosa puesta en escena, y a su vez connota la tragedia intimista (la tragedia que comienza con la modernidad, si se quiere- lo épico limitado al espacio de una cama o de una habitación) que estamos a punto de presenciar. De hecho, lo siguiente que vemos es una serie de planos de las distintas habitaciones de una casa. Planos con leves movimientos, travellings que, a pesar de otorgar un ritmo a lo estático del escenario, parecieran remarcar una ausencia- como si el movimiento propio de la cámara acrecentara la condición de inmovilidad de estos objetos. Estos primeros planos serán los únicos en los que se retrate espacios vacíos; luego Zvyagintsev se dedicará a retratar a los cuerpos que los ocupan y a sus interacciones con estos espacios.

El interior de la casa de Sergey, absolutamente opuesto al hogar de Vladimir.
Una habitación, una mujer que duerme; se despierta, le lleva unos instantes decidirse a levantarse. Y cuando lo hace, el reencuadre de la cámara. Es esa una condición que se repetirá a lo largo de todo el film: la cámara, con sus movimientos y sus constantes reencuadres, es el desprendimiento directo de las emociones y acciones que vemos en la pantalla. Aquí está el claro ejemplo: mientras Elena duerme, la cámara permanece en la habitación contigua, como agazapada. Es recién en el momento en que ella se pone de pie cuando Zvyagintsev decide movilizar, mediante un travelling frontal, la perspectiva hacia adentro de la habitación. En un plano siguiente entendemos que aquella mujer no vive sola: entra a una habitación y despierta a un hombre (¿su marido?, ¿por qué duermen en habitaciones separadas?). Esta secuencia de presentación de personajes es entonces uno de los mayores logros de Elena- en ella se dan dos factores notables: una destreza en el manejo de la cámara (el plano secuencia en el que Vladimir se despierta y Elena prepara el desayuno es un gran ejemplo de la condición coreográfica del cine, y más aún de la relación de movimiento existente entre los personajes- el orden de lo representado- y la cámara- el orden de la representación), y una habilidad para dosificar la información (y esto es lo que genera esa pregnancia narrativa tan llamativa).
Existe en Elena una constante dualidad. Hay una muy clara a nivel formal: la del sonido (ya sea ruido o música) y el no sonido (el silencio). En la casa, puertas adentro, no existe el afuera, son habitáculos herméticos- espacios cerrados con llaves y trabas (el plano de Elena cerrando esta puerta se encuentra varias veces en el film). Así, dentro del hogar no hay nada más que silencio y diálogos, un sonido ambiente que sólo es movilizado por un reconocible ruido doméstico: el de la televisión encendida. Tanto en casa de Vladimir como en lo de Sergey será recurrente aquel sonido- murmullo o estruendo- en diversas ocasiones. El afuera es visto desde una pantalla y escuchado por parlantes. Cuando Elena se moviliza, lo hace en tren o en taxi. La música incidental entonces comienza a sonar: la subyugante banda sonora de Philip Glass se hace presente cada vez que Elena viaja. Como si dependiera del ruido del exterior, como si quisiera anularlo. A su vez, cuando Vladimir se traslada, lo hace en auto, y el recurso es similar: la música de la radio (esta vez, entonces, diegética) sonoriza sus viajes y demarcan la otra dualidad muy presente en Elena: la social. La distancia entre los ricos y los pobres es, en ciertos pasajes, casi una denuncia del film. Basta sólo con ver el claro contraste que traza Zvyagintsev, de manera casi exagerada, entre el hogar de Vladimir y el hogar de Sergey. Son espacios radicalmente opuestos. Es un enfrentamiento entre dos condiciones de vida. Estas dos dualidades se podrían resumir en una sola, mucho más abarcativa: el adentro y el afuera. Casi como en un juego de cajas chinas, todo se reduce a una acción de cerraduras: la caja fuerte dentro del departamento de Vladimir, la puerta cerrada de su habitación (su cadáver, aquello que no podemos ver), la cartera de Elena, la sala del hospital en la que se encuentra internado Vladimir (en la que desde afuera se lo puede ver pero no escuchar). Hay un momento (solo uno), en el que, sin embargo, ambos espacios se funden en uno solo: cuando, hacia el final del film, se corta la luz en el edificio de Sergey. Las puertas entonces son abiertas, el anochecer externo invade al mundo interno. La gente sale de sus casas. Ya no hay adentro y afuera, ya no hay delimitación- ahora todo es lo mismo.

El exterior urbano es retratado únicamente en los desplazamientos de los personajes de un interior a otro interior.
De hecho, esta será la única ocasión en la que Zvyagintsev no utilice travellings o planos fijos y opte por una cámara en mano, marcadamente movediza, salvaje, sin reglas: Aleksandr, el nieto de Elena, se dirige junto con sus amigos a pelearse con otros jóvenes luego de que se corta la luz en su hogar. Se trata de un bello anochecer, o más bien ese momento en que ya no hay luz solar pero algo queda por ahí (las reminiscencias- puro rebote del cielo). La cámara sigue extensamente a Aleksandr mientras él camina, junto a los otros, directo a la violencia- un descenso a los infiernos completamente justificado. Y él recibe los golpes, su cuerpo es el que es lastimado. Ni Elena, ni Sergey, sino Alexander- su cuerpo es el que ahora tiene marcas. Y Zvyagintsev no da explicaciones, no importan los motivos de la golpiza de aquel joven, no importa la causa de su pelea. Tampoco importa el después. Lo único que hay es un joven golpeando a otro salvajemente en un paisaje desolado. Lo acertado en esta decisión narrativa es que lo que parece ser casual muy probablemente lo sea, no hay conexión ni paralelismo entre el crimen realizado por Elena y la golpiza que recibe su nieto, de eso no hay dudas. Pero Zvyagintsev se detiene y subraya este momento al punto de que se trata del clímax del film. Dice aquí y ahora en esta escena. De hecho, son solo dos los momentos en que la casualidad irrumpe en el relato absolutamente causal de Elena. El primero es el accidente que sufre Vladimir en la pileta de natación, y el segundo es esta escena en la que Aleksandr casi es desfigurado.
Zvyagintsev pareciera querer decirnos que no existe tal cosa como la justicia: hay personas que accionan y reaccionan y no mucho más que eso. Así, Elena intenta, a su manera, hacer un bien, pero la única forma de hacerlo es realizando el peor de los males. Y detrás de esta idea, detrás de este concepto de que todo es azaroso y de que no hay nada sino interacciones entre seres para los que no existe el otro (cabizbajos, ellos miran sus propias desgracias), detrás de esta ausencia ya no de un Dios sino de la mismísima ética, la inexistencia de cualquier tipo de moral, se esconde una sola imagen: la de una absoluta e irreversible desolación. Nuestra absoluta e irreversible desolación.
Y, sobre el final, nace otro niño.