El vicepresidente: Más allá del poder

Crítica de Santiago Armas - Cinemarama

Satiricón

En un breve plano de Ricky Bobby. Loco por la velocidad, mientras el corredor de Nascar protagonizado por Will Ferrell da las gracias en la mesa familiar a “Bebe Jesús, Kentucky Fried Chicken y el siempre delicioso Taco Bell” junto a su familia (mujer despampanante y multitud de niños), se hace un paneo de dicha mesa con esos y otros productos chatarra clásicos de consumo yanqui. Con esos breves segundos, el director Adam McKay, en la que era su segunda película, realizaba una de las críticas más mordaces que se hayan visto sobre la cultura norteamericana y sus formas de pensar.

Trece años y unas cuantas películas pasaron entre aquella obra maestra de la comedia y la nueva película del director de otro clásico de la estupidez humana como El reportero: La leyenda de Ron Burgundy, pero McKay ya no es el cineasta que hacía explotar todo con sus infinitos gags por minuto y ridiculeces (con la ayuda del mejor de los payasos: Will Ferrell). Ahora se convirtió en un director enojado, muy enojado con lo bajo que está cayendo su país ya sea por culpa de los empresarios que manejan la economía (como sucede en La gran apuesta) o de los grandes políticos que mueven los hilos del mundo desde la Casa Blanca, tratados descarnadamente y sin anestesia en El vicepresidente.

Valiéndose de todo tipo de recursos como imágenes de archivo, un narrador en off que irrumpe en el relato y saltos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, McKay toma la figura polémica y oscura de Dick Cheney (un hombre de poco carisma y actitud recia que fue el verdadero cerebro detrás de las invasiones a Afganistán e Irak luego del atentado a las Torres Gemelas) para lanzar una mirada ácida sobre una sociedad muy dividida políticamente aún en la actualidad. Presentándolo como un auténtico titiritero en las sombras en las altas esferas gubernamentales (empezando como asesor durante la presidencia de Nixon hasta su último cargo como compañero de fórmula de George Bush hijo), la película oscila entre la ironía más ridícula propia del McKay de sus primeras películas (con amagues de títulos finales apareciendo a mitad de película o diálogos de Shakespeare entre Cheney y su esposa –interpretada por Amy Adams–) con un retrato muy crudo dirigido al espectador, algo propio del Michael Moore más incisivo. Y si bien con esa mezcla de tonos El vicepresidente se convierte en una criatura frankensteiniana de distintos estilos que no terminan de redondear una solidez narrativa (además de bombardear con demasiada información visual), se nota el entusiasmo del director por mostrar las grietas de un sistema demasiado corrupto desde su concepción. No estamos para nada ante una película perfecta, pero sin dudas frente a un producto de alguien que siente pasión por lo que está contando y que no quiere dejar a nadie indiferente.