El vicepresidente: Más allá del poder

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

El villano preferido de Washington D.C.

El director de La gran apuesta se mete de lleno en ese sanctasanctórum del poder que es la Casa Blanca y descubre entre sus pasillos a una figura no tan oscura como opaca, sin brillo, pero no por ello menos peligrosa: Richard “Dick” Bruce Cheney.

La Nueva Comedia Americana se pone seria. O un poco, al menos. Lo suficiente como para participar con chances del ritual del Oscar, al que hasta ahora la Academia de Hollywood le había habilitado apenas la entrada de servicio. Y que ahora, con los chicos domesticados, le abre la puerta grande. Por un lado, Green Book –de ese adalid de la NCA, Peter Loco por Mary Farrelly– consiguió no sólo cinco nominaciones de importancia para la estatuilla sino también la posibilidad de colarse como favorita por el premio principal, con la aleccionadora historia real de una improbable amistad interracial a comienzos de los años ‘60, en pleno Deep South. Y por otro, El vicepresidente: Más allá del poder, de Adam McKay (el director que lanzó a la fama a Will Ferrell), reunió ocho candidaturas, con su satírica biografía de Dick Cheney, el vice de George W. Bush durante la guerra con Irak, lo que hace de él no tanto el mejor villano de Hollywood sino más bien el de Washington D.C.

En rigor a la verdad, McKay no es un recién llegado al Oscar: ya tiene una estatuilla como mejor guionista por La gran apuesta (2015), donde quiso demostrar que se puede hacer humor con las tragedias de la economía y la política, como fue el caso de la famosa explosión de la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos, que una década atrás terminó con un tendal de víctimas entre los ahorristas mientras los bancos que la promovieron fueron rescatados por la Casa Blanca. Ahora McKay se mete de lleno en ese sanctasanctórum del poder y descubre entre sus pasillos a una figura no tan oscura como opaca, sin brillo, pero no por ello menos peligrosa: Richard “Dick” Bruce Cheney. 

La película lo dice de entrada, en las primeras escenas, sin vueltas: Cheney (a cargo de un irreconocible Christian Bale) fue el hombre en las sombras capaz de “cambiar el curso de la historia”, un trepador oportunista que estuvo en el lugar y el momento apropiados para hacer valer todo su poder –mucho más del que se suponía que tenía– y enriquecerse más allá de lo imaginable. Lo que Vice –el título original del film, que juega con la palabra “vicio”– no alcanza nunca a explicar muy bien, por más que hace todos los esfuerzos posibles, es cómo un personaje al que la película misma presenta en su juventud como un borracho, mediocre e incluso como un estúpido consiguió llegar tan alto en la escala del poder, al punto de de- satar una guerra que causó 4500 bajas estadounidenses y 600 mil muertos iraquíes, mientras a él le sirvió para hacer crecer las acciones de su compañía, la petrolera Halliburton, en más de un 500 por ciento. Las disculpas de McKay están inscriptas con letras de molde en el primer minuto de película: “We did the fucking best…”, o en un castellano apto para todo público, “hicimos todo lo posible”.

Si esas disculpas se pueden aceptar, por la naturaleza excepcionalmente reservada y fantasmal del personaje, no es tan sencillo justificar que la película –después de su vertiginoso comienzo, ambientado el 11 de septiembre de 2001, mientras se derrumbaban las Torres Gemelas– se vuelva tan aburrida y morosa como una reunión de gabinete. Y eso que a lo largo de sus más de dos horas se suceden todo tipo de personajes de relevancia pública, como los presidentes Ronald Regan, Richard Nixon, Gerald Ford y George W.Bush (a cargo de Sam Rockwell) y figuras prominentes de sus gabinetes, como Donald Rumsfeld (a cargo de otra figura surgida de la NCA, Steve Carell), a quien McKay pone en nivel de importancia y sinuosidad por encima del mismísimo Henry Kissinger. 

En todo caso, el poder en las sombras de esa sombra que ya de por sí es Cheney sería, según Vice, Lynn (Amy Adams), la mujer de Dick. Determinada, ambiciosa y más reaccionaria que su marido, si eso fuera posible, Lynn viene a ser la Lady Macbeth de la película, tanto que el director McKay se permite en un momento parodiar explícitamente una posible versión shakespeariana de su personaje. Quizás ese tono desaforado que McKay se toma en broma hubiera sido más adecuado y subversivo para su tema, pero seguro que no le reportaba tantas candidaturas al Oscar.