El sacrificio del ciervo sagrado

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Una alegoría polisémica

Ganador de premios en festivales de primera línea en la última década, dos veces nominado al Oscar, ésta es la primera película del griego Yorgos Lanthimos (Atenas, 1973) que se estrena en Argentina. Como no podía ser menos, El sacrificio del ciervo sagrado también ganó un premio importante, el de Mejor Guion en Cannes 2017. Ese es el premio que con mayor frecuencia suelen ganar las películas de Lanthimos (Canino, 2009; Alps, 2011; Lobster, 2015). Hay una  razón para ello: las historias de Lanthimos desafían tanto el realismo como, en ocasiones, los   valores burgueses. Canino, por ejemplo, estaba protagonizada por una familia en la que los padres prohibían a sus hijxs salir al exterior, hasta tanto se les cayeran sus dientes delanteros. Alps presentaba a una empresa de servicios fúnebres que tenía la peculiaridad de representar a los parientes muertos para facilitar el duelo de los deudos, mientras que en la sociedad futurista de Lobster, aquéllxs que no se enamoraran en un plazo de 45 días se convertían en bestias, siendo expulsados a un bosque cercano.

El sacrificio del ciervo sagrado tiene un clima enrarecido durante su primera mitad, y una derivación a lo fantástico o inexplicable (según como quiera vérselo) en la segunda. Otra vez una familia burguesa de vida ordenadísima, la del doctor Steven Murphy (Colin Farrell), completada por su esposa, Anna (Nicole Kidman, con el rostro definitivamente desinflamado) y sus hijos, la adolescente Kim y el más pequeño Bob. Con una barba tan densa que lo hace lucir como griego, y una circunspección que lo completa como trágico de ese origen (aunque la historia transcurre, se supone, en Estados Unidos), el Dr. Murphy es cardiocirujano, y su mujer oftalmóloga. Mucho no importan en verdad las profesiones, porque mucho no le importa a Lanthimos lo real: lo del griego es la alegoría, esa palabra griega, por lo cual los elementos de la ficción le interesan en tanto le permiten alcanzar el sentido al que quiere aludir.

Pero falta un personaje clave, un muchacho menos que veinteañero llamado Martin (el irlandés Barry Keoghan, cuya desafiante inexpresividad y ojos semidormidos son tal vez lo mejor de la película), elemento disruptor de la historia. Lanthimos maneja muy bien la falta de información sobre la relación entre Murphy y Martin, hasta que la devela. Cuestión de opiniones, pero a este crítico le parece decididamente forzado que el cirujano haya quedado hasta tal punto prisionero de este desconocido, pero si se pone la verosimilitud entre paréntesis (doble paréntesis, que incluye también el aparente poder del que estaría dotado el muchacho), el tramo del relato que sobreviene, con Martin proponiéndole a Murphy un intercambio inaudito que tiene relación con el título de la película –y anticipando luego hechos igualmente inauditos que comienzan a suceder– tiene mucho interés. Sobre todo para el amante de lo extraño.

Pero allí viene el problema, ya que Lanthimos parecería haber barajado distintas opciones a la hora del guion, y en lugar de quedarse con una se quedó con todas. Por lo cual la película, en sus últimos 45 minutos o media hora, avanza hacia todas partes (la historia de venganza, la de autosacrificio, la de disolución familiar, la tragedia, la parodia). O lo que es lo mismo, no avanza hacia ninguna parte. Con lo cual si algo desorienta a este crítico es el premio a Mejor Guion otorgado en Cannes, en mayo del año pasado.