El regalo

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Seres perdidos

El regalo no refiere tampoco en su título original (The Gift) a un “don”, algo que nos es proporcionado por la naturaleza o por la Providencia sino, simplemente, a esas cosas que les damos en calidad de obsequio a los otros en algunas ocasiones particulares, o que los otros nos dan a nosotros, por ejemplo en un cumpleaños. El regalo es la primera película escrita y dirigida por el actor australiano Joel Edgerton, que aquí no solo se prueba detrás de cámara sino que decide reservarse un papel importante, nada menos que como el tercero que viene a desestabilizar la vida de una pareja que acaba de mudarse a un suburbio de Los Angeles. La película es lo que antes se llamaba un “thriller psicológico”; esto quiere decir que no hay mayor despliegue de acción física, no hay escenas truculentas, ni corridas, ni persecuciones de autos: El regalo cuenta en su haber con destrezas minuciosas, breves engarces de prestidigitador esmerado articulados sutilmente para producir una impresión de realismo cabal, un mundo posible que podría ser también nuestro mundo: un recoveco en el que las vidas de los personajes se trastocan de manera plausible y verosímil pero también enigmática. Jason Bateman y Rebecca Hall son el matrimonio que llega al barrio a instancias del nuevo trabajo de él. El hombre es moderadamente exitoso, pero sobre todo quiere serlo más todavía; es alguien entregado a su trabajo, a ascender rápido y con garantías, que los fines de semana se escapa con sus palos de golf a cuestas. La mujer tiene el rol de acompañante y deja escapar brevemente los signos de un trauma reciente relacionado con un paso de maternidad frustrada. El director traza el diagrama esencial de la película con elementos mínimos y precisos, como un feliz artesano sin ínfulas, concentrado en los detalles y con la suficiente confianza en que una película se hace, también, no apelando a un dispensario de cosas que hacen falta sino podando, sacando cosas si es necesario, evitando los desbordes e intentando en todo momento no fallar la puntería en relación a la psicología de sus criaturas. El personaje de Rebecca Hall empieza quizá como una señorona segura de sí, y de a poco se va soltando y dejando paso a algo diferente; un aire de juventud herida se revela de pronto la primera vez que la vemos corriendo en joggin mientras su marido trabaja. Cuando el personaje de Edgerton hace su aparición en el relato, personificando a un pesado que fue al colegio con su marido y empieza a importunarlos con visitas cada vez más frecuentes, es ella la que inopinadamente parece compartir algo con él, una especie de situación de fragilidad, cierta naturaleza propia de los seres dañados. En la piel de esta película orgullosamente pequeña, entonces, esta suerte de telefilm que aterriza con gracia y autoridad en la pantalla grande, habita, como una fuerza salvaje capaz de trastocarlo todo (el núcleo caliente de los thrillers íntimos, precisamente), una historia de daño y reparación por medio de la venganza. El compañero de colegio reaparecido tiene toda la pinta de un hombre perdido: la máscara que compone Edgerton exhibe los rasgos de los seres que reptan en las sombras, que no tienen lugar bajo el sol; los que no han “hecho carrera” ni tampoco han formado una familia. El personaje de Hall, por su lado, esa mujer que el marido, siempre con talante amable pero inflexible, muestra en la fiesta frente a sus jefes como si fuera una especie de bibelot de lujo al que hay que insuflar vida mediante arrullos inconfesadamente paternalistas, cierra la otra punta frágil de este triángulo singular. Los personajes parecen rodar por una pendiente que conduce al centro de un dolor profundo. Esta película modesta y esmerada funciona a modo de recordatorio del abismo que aguarda en el lugar menos acreditado de las vidas corrientes y como muestra elocuente de la perseverancia de las heridas no cicatrizadas.