Proyecto Florida

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un estado semisalvaje de civilización

El director de Starlet y Tangerine vuelve a demostrar que es un especialista en las distintas formas de marginalidad, pero de una marginalidad asumida, voluntaria, orgullosa de sí misma.

Un estafador callejero en Prince of Broadway (2008), una actriz porno y una anciana con un pie del otro lado en Starlet (2012), dos travestis y su chulo en la genial Tangerine (2015), dos chicas –madre soltera de veintilargos, hija sub-10– que viven de acuerdo a sus propias reglas en El proyecto Florida: está claro que a Sean Baker le interesan las distintas formas de la marginalidad. Pero no cualquier forma, ya que hasta ahora no ha aparecido en sus películas gente sin techo, sin trabajo, sin patria o identidad. Es decir, gente carente, de la clase que se presta a la mirada paternalista o miserabilista de quien los narra. Lo que le interesa a este cineasta nacido en Nueva Jersey en 1971 es la marginalidad asumida, voluntaria, orgullosa de sí misma. Tan orgullosa como para promover en el espectador, eventualmente, alguna forma de rechazo. Ser estafador no es lo más loable del mundo. Robarle a una nonagenaria, como hacía la chica de Starlet, tampoco. Arrastrar a una rival amorosa de los pelos no es bonito. Escupir autos, como los chicos de El proyecto Florida, y después, en lugar de pedir perdón, rociar de puteadas a la dueña, no forma parte de las conductas deseables en un niño. Para no hablar de la mamá. Pero ojo que no hay en el cine de Sean Baker el más mínimo atisbo de condena de estas conductas, sino la más franca naturalización. Una forma de naturalidad en la que lo aborrecible puede coexistir con lo encantador y la desconsideración con la empatía. Ése es el mundo Baker, uno que se presenta ante nosotros como un estado semisalvaje de civilización, y cuya libertad cuestiona nuestra prisión.

No son sólo dos lxs niñxs protagonistas de films de Baker (el bebote afroamericano de Prince of Broadway, la arrolladora nena de El proyecto Florida). En su ingenuidad o en su desinterés por las normas sociales, todos los protagonistas del cine del autor también lo son. La actriz porno de Starlet es una bambi que parece vivir fuera del mundo. Las travas de Tangerine, venenosas, jodidas y malhabladas, son en el fondo dos románticas del siglo XIX. Halley, la mamá desempleada de El proyecto Florida (la debutante Bria Vinaite, que queda grabada) tiene con su hija Mooney (fabulosa Brooklynn Kimberly Prince) una relación más de amigas o compinches que estrictamente de madre/hija. Mooney anda por ahí con sus amigos Scooty, Dicky, Jancey más tarde, y Halley ni se entera. Y digamos que los chicos no son de quedarse jugando jueguitos en la compu: además de escupir autos ajenos y forrear a sus dueños, pueden intrusar una casa abandonada, romper todo lo que queda por romper y finalmente incendiarla. Cuando Halley se entera, como pasa con la señora del auto, la forrea más todavía que su hija y amigos, con un gesto de desprecio crónico que consituye una gran creación de Vinaite.

Sería un error suponer que por los motivos enumerados se induce al espectador a ver a los chicos de El proyecto Florida como hooligans y a la mamá de Mooney como una turra que desatiende a su hija. Por indomables que sean, los chicos no dejan de comportarse como chicos, y por volada que esté (parecería estar flotando en una eterna nube de humo), Halley no deja de interesarse –desde su nube– por la suerte de Mooney. Todos viven en un hotel, de esos en los que las habitaciones dan a pasillos exteriores, en una situación (la de Halley e hija, al menos) que el realizador definió como de “homeless escondidos” (ver suplemento Radar del domingo pasado). Halley no paga el alquiler de su habitacioncita, y cuando el administrador del hotel, Bobby (angelical Willem Dafoe, nominado al Oscar por este papel) ya se cansó de reclamárselo, ella sale de la habitación, como quien arrastra una “paja” (en el sentido que le dan los adolescentes a la palabra) extraordinaria, y va a estafar a algún incauto, o a comprar copias berretas de perfumes importados, para venderlas en algún hotel de lujo. Crédulo, ejemplarmente intencionado, dueño de una paciencia a toda prueba, Bobby es otro niño-Baker, y los colores vivos de las paredes de este hotel y de otro vecino (lila furioso, verde ídem) hacen de él algo así como el director de un jardín de infantes.

¿Pero qué pasa que son todos hoteles en este rincón de Florida, esparcidos entre los yuyos, vecinos de montones de comercios de arquitectura rematada con reproducciones gigantes de motivos infantiles, a puro plástico, y calles que se llaman por ejemplo “Siete Enanitos”? Pasa que estos proyectos habitacionales son vecinos nada menos que de Disneylandia, tierra de sueños plásticos que Baker mantiene durante toda la película fuera de campo. Porque es fuera de campo donde viven los protagonistas, al margen de Disneylandia. Tratándose de niños, podría pensarse que esa marginalidad resultará dolorosa. Pero no: los de El proyecto Florida son niños marginales-Baker. Autónomos, independientes, orgullosos de su condición.