El planeta de los simios: (R)Evolución

Crítica de Benjamín Harguindey - EscribiendoCine

Lo que es del César...

Considerando que esta película se ha hecho seis veces ya, El planeta de los simios (R) Evolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011) no merece su subtítulo. Ya en 1968 Charlton Heston había inmortalizado la fábula sobre los peligros de la ciencia irresponsable y la fragilidad de la sociedad humana en El planeta de los simios (Planet of the Apes). Aparecería en 2 de sus 4 secuelas, más la malhadada remake de Tim Burton del 2001, en la que cambia de bando e interpreta a un simio.

La nueva versión del director Rupert Wyatt no sólo reinicia la serie, sino que la lleva a un punto originario. Provee una nueva perspectiva sobre el ya conocido escenario apocalíptico en el que los simios dominan la Tierra, y muestra su génesis. Los mitos de origen han cobrado popularidad en una Hollywood dedicada al nacimiento de superhéroes reiniciados en la pantalla grande, y éste es un claro peldaño para el surgimiento de una(s) secuela(s).

La trama sigue a un bata blanca (James Franco) en busca de la cura del Alzheimer. Está motivado por la enfermedad de su padre (John Lithgow) y bajo presión del sector burócrata de la corporación Gen Sys. Con él comienza un largo tándem de infracciones éticas, comenzando por la adopción de un simio genéticamente alterado, “César” (interpretado a través de captura digital por Andy Serkis , la sombra de personajes como Gollum y King Kong). César sufre los efectos de una droga experimental que salta millones de años evolutivos y amenaza en paralelo con exterminar a la humanidad de la faz del planeta.

El planeta de los simios (R) Evolución hace pronto a un costado a su acartonado elenco humano -que incluye el romance de facto entre Franco y la india Freida Pinto, desperdiciada en un papel de soporte femenino- y enfoca sobre César. Surca la gama de cariño, rencor y odio hacia la humanidad. Su inteligencia se duplica de la noche a la mañana y termina por convertirlo en el líder de la revolución que promete el título del film.

Los simios, todos computarizados, han cruzado el incómodo umbral del maquillaje y los efectos especiales poco convincentes. La inverosimilitud ahora se reduce a su comportamiento antropomórfico, el cual queda excusado entre exposiciones científicas y una cuota de suspenso de incredulidad. Nada de esto impide notar que, en San Francisco, aparentemente hay más monos que policías, y que un neurótico EEUU post-9/11 no posee un plan de contingencia efectivo para un centenar de chimpancés rabiosos.

Entreviendo entre los efectos especiales y los largos planos secuencia de acrobacias, el film posee una debilidad fundamental: su blanda ideología. Consideremos la furtiva imagen de Heston en el papel de Moisés, apenas visible en una pantalla. Momentos después, el mesiánico César guía a su pueblo hacia la libertad a través de un río. ¿Suena al éxodo judío? En una escena anterior, los primates “inventan” la democracia, repartiendo galletitas. En otra, inventan el fascismo, evocando la simbología del ramillete fasce recogido en un firme puño. La epónima revolución es poco más que un pastiche de imágenes cuyo uso denigra su significado original, y peligrosamente les ubica a todas en un mismo nivel.

Toda empatía ha sido dirigida hacia César y su encrucijada identitaria; las miradas desahuciadas de sus colegas simios se cobran todo el favor del público. El momento más trágico de la historia se construye entorno a la muerte de un simio. En un film donde mueren decenas de humanos y la propia humanidad entera está a punto de ser aniquilada, la mirada de Wyatt parece estar levemente fuera de foco.