El payaso del mal

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Un asesino detrás del maquillaje

La película de Jon Watts construye un extraño mix con la alusión al terror de dos décadas diferentes.

Al fin y al cabo el primero de los responsables es un payaso que faltó a la cita. Ocurre que un clown de fiestas de púberes se ausenta a un cumpleaños, razón por la que el padre del agasajado encuentra entre los bártulos un traje rancio y otros adminículos farsescos que le serán útiles para el entretenimiento onomástico. Todo sale bien hasta que, luego de un día feliz, llega el momento de sacarse la colorida vestimenta. Esfuerzos vanos, sangre por acá, la nariz cortada, la piel que se rasga un poco, la familia que se inquieta porque el asustado Kent (Andy Powers) no se cambia de vestuario ni para darse una ducha. En fin, el clown de marras, debido a su nuevo look, se convierte en un asesino que busca, asusta y asesina niños y adultos porque, obviamente, un espíritu muy malo se apropió de él a través de la avejentada vestimenta.
Los payasos en el cine tuvieron su clásico noventista con It sobre la novela del prolífico Stephen King pero, dentro del género de terror, la presencia de patéticos seres groseramente maquillados siempre provocó más de una inquietud y temor en el espectador. El caso de El payaso del mal parte de una extraña combinación estética: el director Jon Watts, con poco dinero concedido por el productor, realizador y actor Eli Roth (responsable de bodrios sanguíneos como Hostel), construye un extraño mix al citar al terror de los años 70 y 80 con la crueldad exterior del gore de los últimos tiempos. Como si aquellos films de segunda línea de hace tiempo atrás (Aniversario de sangre, por ejemplo) necesitaran de ciertos condimentos actuales que apelan a la crueldad como único propósito argumental. Como si el recuerdo de la gran Sisters/Hermanas diabólicas (1973) de Brian De Palma fuera forzado a salpicar el lente con litros gratuitos de sangre. Es que en El payaso del mal hay otra pelea, con un empate salomónico, entre la original y clásica puesta en escena del director y las imposiciones actuales del mercado y, tal vez, las de un productor sólo preocupado porque en su película se acumule la mayor cantidad de cadáveres sin extremidades. En ese ambiguo lugar se ubica el film, tan sobrecargado de maquillaje como su personaje principal.