El payaso del mal

Crítica de Alejandro Turdó - A Sala Llena

Sangrienta mitopoiésis bufonesca.

Si hay algo que el terror como género siempre supo explotar a su favor es esa habilidad innata que posee para convertir incluso las cosas más inocentes en verdaderos elementos horripilantes, salidos de los rincones más oscuros del retorcido subconsciente de la mente humana. Los payasos se encuentran circunscriptos desde hace tiempo dentro de esa lúgubre categoría. Cuando pensamos en payasos terroríficos, todos asociamos automáticamente al Pennywise de It (1990), esa novela de Stephen King llevada a la pantalla chica como film televisivo. Y en segunda instancia, los que somos un poco más viejos recordamos con cierto resquemor al payaso de juguete de la habitación de Robbie, el hijo del medio de esa familia acosada por espectros del más allá en Poltergeist (1982).

El Payaso del Mal (Clown, 2014) vuelve sobre el tropo del bufón pensado como aterrador antes que figura de entretenimiento infantil. Dentro de esa burbuja idealizada que es la clase media suburbana norteamericana en el plano ficcional, Kent es un padre de familia que no quiere decepcionar a su hijo de siete años el día de su cumpleaños, y al enterarse de la ausencia sin aviso del payaso animador de la fiesta, decide él mismo ponerse el traje para salvar el día. Claro que el traje que utilizará no es uno comprado en el cotillón más cercano, sino uno que encuentra en una vieja baulera cuyo origen es desconocido. Todo transcurre con normalidad hasta que llega el momento de sacarse la peluca, la nariz y el traje: todo se encuentra pegado a Kent y no hay forma de retirarlo.

Todo lo que hasta ese momento tiene tintes de horror con pizcas de humor negro se torna hacia el gore más gráfico y explícito. Kent se está convirtiendo progresivamente en un payaso; pero no un payaso amistoso, sino uno monstruoso, que debe alimentarse de niños para subsistir. Una vez expuesto el núcleo central dramático, aparecerá ese personaje que toda historia fantástica de horror necesita: el que explica el porqué de lo que sucede y qué hacer para detenerlo, interpretado por el siempre efectivo Peter Stormare (Fargo, 1996; Prison Break, 2005). El verdadero origen de los payasos/ “clowns” es mucho más tenebroso que el conocido popularmente, y el director/ escritor Jon Watts se encarga de generar toda una nueva mitopoiésis en torno a la figura del payaso, que se siente como una bocanada de aire fresco dentro de un género que últimamente parece no encontrar otra alternativa ante el binomio “espectros paranormales” y “registros vía cámara en mano”.

La segunda mitad del film comienza a transitar los lugares comúnes del género y un ritmo narrativo cada vez más desparejo empieza a jugarle en contra a todo lo discretamente construido en la primera parte. Si bien se toman ciertos riesgos, como por ejemplo la violencia gráfica de los ataques del payaso contra los niños (caractéres que suelen ser tabú en casi todo tipo de ficción, ¿o acaso recuerdan muchos films -sin contar el género bélico- donde mueran niños de manera violenta?), conforme se acerca la resolución todas las piezas se acomodan según dicta el manual, el relato pierde tensión y queda poco espacio para algún tipo de sorpresa.

Si bien la sangre y las tripas son de buen nivel para una película con este presupuesto -algo que seguramente complacerá a los fanáticos del género- resulta bastante decepcionante que una obra producida por un hombre entendido del tema como Eli Roth (Cabin Fever, 2002; Hostel, 2005) termine diluyéndose fotograma tras fotograma, entregándonos un producto final tan estandarizado y anodino como el resto de aquellas obras simplonas que desgraciadamente ofrece el género desde hace varios años.