El otro lado de la esperanza

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Más que humor agridulce
Sombría, pero divertida, es una comedia con tintes de drama y personajes entrañables.

No hay grietas en el cine de Aki Kaurismäki. Así que nada de estar de un lado o del otro de la esperanza. Los que aman su cine, su tono de humor, su simplicidad, su dirección de arte y vestuario tan característicos, su paleta de colores, su estilo visual, se zambullirán de cabeza ante su nuevo filme.

Y los que no lo conocen aún, no saben lo que se estuvieron perdiendo.

Aki Kaurismäki es finlandés, ama el tango, que ha incluido en varias películas y tiene un modo de narrar tal vez único. Uno ve una fotografía de sus filmes, y lo reconoce a él.

Sus personajes parecen a miles de años en el tiempo, y a años luz de distancia de la vida moderna. Como surgidos de un filme de Frank Capra.

Se supone que El otro lado de la esperanza es el segundo eslabón de una trilogía sobre “ciudades puertos”, que inició con Le Havre o El puerto (2011), pero ésta es un tanto más sombría.

Veamos.

Wikström (Sakari Kuosmanen) lleva puesto un traje, se mira en el espejo de su cuarto. Su esposa (Kaija Pakarinen) se sirve una bebida en una mesa de la cocina, iluminada al estilo Kaurismäki, como arrinconada. El hombre la mira, apoya su anillo y las llaves de la casa en la mesa. Y se va. Ella agarra el anillo y lo pone en el cenicero.

Kaurismäki es un maestro del humor en silencio, de las salidas inesperadas, de los movimientos impredecibles de los personajes. Maneja un timing interno exquisito, para nada común en el cine actual.

La trama de la película del director de El hombre sin pasado se centra en Wikström y un joven sirio llamado Khaled (Sherwan Haji), que escapó de Aleppo. Se conocen de manera fortuita, y ambos quieren comenzar de nuevo en sus vidas. El finlandés compra un restaurante -hereda los empelados- y le da una oportunidad de trabajo a Khaled. Pero el extranjero ansía encontrar a su hermana, que también se fue de su país.

Ambos son como exiliados, el local, de su propia vida, y de manera más literal Khaled, a quien las autoridades de Inmigración quieren devolver a su país “porque allí no corre riesgos”. La amargura que trasuntan los filmes de Kauriamäki dejan ese sabor agridulce.

Es probable que a Kaurismäki haya que amarlo u -suena demasiado extremista- odiarlo. Su cine no es de culto, ni de nicho. Es bien sencillo y destila una comicidad casi de la época del cine mudo. Filma poco, así que ésta es una gran oportunidad para no desaprovechar.