El otro lado de la esperanza

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

La sensibilidad en plena forma

El director de El puerto, vuelve a tocar la temática de la inmigración y de manera artesanal. La solidaridad oficia como acto de resistencia en esta película minimalista.

Así como sucede con el cine de Ken Loach o el de los hermanos Dardenne, del finlandés Aki Kaurismäki puede decirse que su poética es la del marginal. Nunca por impostura o cosa parecida, sino por una puesta en escena que se piensa desde el lugar del desplazado, a partir de un repertorio de formas cinematográficas que en su caso son ya marca de agua. Hay un sello de autor, estético y ético, en Aki Kaurismäki.

A estas alturas, se trata de un cineasta depurado, que logra un minimalismo capaz de provocar un sentimiento algo paradójico. Es decir, las actuaciones están sujetas a planos quietos, el encuadre se sitúa como un marco contenedor que es pieza de encastre con otros. Los intérpretes se mueven o gesticulan desde esta premisa, con acciones controladas, las palabras aparecen rara vez. Casi como si todo rasgo emocional estuviese contenido. Sin embargo, el roce afectivo que el montaje despierta es imposible de eludir.

El director propone un espacio fílmico democrático, en tanto acto de desafío ético a una sociedad discriminadora.

La huella del maestro Robert Bresson es evidente. Kaurismäki es uno de sus herederos, a la par de una gracia personal que le vuelve un artesano del gag silente, al que trabaja a partir de momentos de gracia que parecen suspendidos en una letanía, como guiños cómplices, sugeridos apenas. La música -que oscila entre el rock, el blues, la calle‑ articula el relato como matiz sin tiempo: hay trazas de Elvis que los Leningrad Cowboys recuerdan, resuman. Desde esta mirada, El otro lado de la esperanza hace pie en la temática de la inmigración, así como lo hiciera el director con la anterior El puerto. El resultado es el de una anécdota bellamente contada.

El film se decide por una vertiente doble, que divide la narración de manera paralela entre Khaled (Sherwan Haji), el inmigrante sirio que emerge en el encuadre como si se tratara de un muerto vivo, y Wikström (Sakari Kuosmanen), alguien decidido a vender su producción de camisas para invertir en un restaurant. A la manera de una unidad dicotómica, el espacio negro del barco de cargas de donde emerge Khaled surge como contrapunto del blanco de las camisas. Las dos historias habrán de atravesar, simétricamente, mismas dificultades. Si en un caso se trata de enfrentar diálogos y pesquisas policiales, en el otro tendrá que ver con el juego ilegal y el negocio inmobiliario.

Entre una y otra instancia, es la imagen de un mismo grupo social la que se perfila. "Me enamoré de Finlandia", dice Khaled, "pero quiero irme". Lo que le moviliza y retiene es el paradero de su hermana, el último familiar que -sabe él, desde su interior‑ todavía vive. El relato de Khaled sobre la tragedia de su historia, bombardeos mediante, a una funcionaria imperturbable, será móvil para la ratificación de la frialdad institucional y el despertar sensible -en gestos grandiosamente pequeños, inesperados‑ de quienes se saben perseguidos. Así, como en todo el cine de Kaurismäki, es la solidaridad la que viene en rescate de los marginados.

En tanto, la concreción del restaurant es la del grupo humano y laboral que debe, por un lado, enfrentar las avivadas económicas del dueño anterior, y por el otro, procurar mejoras al negocio. De este modo, lo gastronómico será también un escenario desde el cual alegorizar la participación cultural diversa, tanto como lo supone el perrito abandonado que descansa en un rincón de la cocina. Cuando sea el momento de la rutinaria inspección policial y Wikström esconda al refugiado con el perrito, Kaurismäki jugará la secuencia a la manera de los cartoons, pero sin ritmo trepidante, con la atención puesta en los recursos mínimos y la transición entre planos.

Basta como corolario del film, el plano detalle sobre la guitarra y su riff. Una transición sonora brusca entre el silencio de la escena previa y la rítmica musical. El plano comienza a retraerse desde el travelling, y descubre al músico frente a la fachada de un bar, tocando por dinero. Detrás suyo, en el bar, el rostro de Khaled con sus angustias. Una imagen donde conviven otras, que el espectador debe necesariamente completar -a partir de la suposición espacial que el fuera de campo provoca‑, para la asunción de un espacio fílmico democrático, en tanto acto de desafío ético a una sociedad -¿sólo la finlandesa?‑ que alberga neonazis, empresarios mercenarios y políticos restrictivos.