El muñeco diabólico

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La amistad en la niñez

A veces el cine actual nos da sorpresas y sin duda El Muñeco Diabólico (Child's Play, 2019) es una de ellas: la remake del clásico homónimo de Tom Holland de 1988 es una de las mejores reinterpretaciones que haya ofrecido el mainstream hollywoodense en mucho tiempo, respetuosa a nivel general para con el film original y a la vez con la astucia y el descaro suficientes para modificar determinados elementos centrales con el objetivo de no simplemente aggiornar el material sino de hacerlo girar hacia otros rumbos, incluso hasta más interesantes que los de antaño. En lugar de aquel asesino en serie, Charles Lee Ray (Brad Dourif), que acorralado y herido por la policía -vudú de por medio- decide trasladar su alma a un muñeco llamado Chucky, en esta oportunidad tenemos a un pobre empleado explotado de una fábrica vietnamita de juguetes high-tech que luego de ser echado por baja productividad decide deshabilitar todos los protocolos de seguridad de una de las unidades de una revolucionaria línea de muñecos intitulada Buddi, los cuales poseen una inteligencia artificial bastante desarrollada, se transforman en “mejores amigos” de sus dueños y hasta pueden controlar los dispositivos hogareños (televisión, equipo de música, aspiradoras, aire acondicionado, etc.) concebidos por la misma empresa multinacional, Kaslan Corporation.

La primera mitad del relato respeta los lineamientos de la obra de la década del 80, con el muñeco cayendo en manos de un niño llamado Andy Barclay (Gabriel Bateman) y autodenominándose Chucky, ahora a posteriori de que su madre Karen (Aubrey Plaza), una empleada del sector de devoluciones de un gigantesco supermercado, chantajea a su jefe con revelar un affaire del hombre con otra subalterna para quedarse con una unidad de Buddi presta a la destrucción. Si bien falta algo de tiempo para el cumpleaños de Andy, un joven que padece sordera y debe llevar un audífono de manera permanente, y ya una clienta se había quejado de que el juguete funcionaba visiblemente mal, Karen de todas formas le regala a su hijo el robot y el muchacho lo termina aceptando a pesar de sus cuelgues, sus improvisaciones extrañas y su insistencia con hacer feliz al niño a toda hora. Más que una entidad autónoma que está infiltrada en la casa, este nuevo Chucky se mueve como un hijo conceptual de Andy que aprende todo de él y así de a poco se convierte en un psicópata al absorber sin filtros la violencia de films como la recordada La Masacre de Texas 2 (The Texas Chainsaw Massacre 2, 1986), primero cargándose al gato díscolo de la casa y luego al novio de mami, Shane (David Lewis), un embaucador que tiene otra familia en paralelo.

El guión de Tyler Burton Smith, ya sin ninguna intervención de Don Mancini, el principal responsable de la franquicia hasta el presente film, no nos aburre con sobreexplicaciones sobre la muerte del padre de Andy y pasa directo a su amistad con otros dos niños del edificio donde vive, Falyn (Beatrice Kitsos) y Pugg (Ty Consiglio), lo que deriva en que los purretes destrocen al muñeco homicida y lo arrojen a la basura, donde lo encuentra el empleado de mantenimiento del lugar, Gabe (Trent Redekop), un voyeur que tiene cámaras plantadas en todos los departamentos y decide arreglar al juguete para venderlo en Internet, circunstancia que desde ya genera que Chucky se torne algo vengativo para con ese Andy que lo desechó y opte por matar a todos a su alrededor. Sin recurrir a los episodios de comedia desquiciada de los últimos eslabones de la saga y retomando el horror del inicio, El Muñeco Diabólico levanta vuelo en una segunda mitad bien gore que incluye críticas al consumismo pueril contemporáneo símil Halloween III: Noche de Brujas (Halloween III: Season of the Witch, 1982) y una interesante denuncia acerca de la dependencia tecnológica en materia de entretenimiento y vida cotidiana en sintonía con las dos principales pesadillas de Michael Crichton sobre la inteligencia artificial, Westworld (1973) y Runaway (1984).

Sinceramente lo aquí hecho por el realizador Lars Klevberg, aquel de la deslucida Polaroid (2019), es muy bueno si lo comparamos con el paupérrimo promedio del terror mainstream de nuestros días, logrando aunar con esmero los terrenos del slasher y el techno-thriller sin tropiezos a la vista más allá del detalle de que el diseño en sí de esta nueva encarnación de Chucky -en especial su rostro- es un tanto bizarro y parece apuntar a cierto costado freak de la tradición de los juguetes asesinos, representado en Puppetmaster (1989) y la querida Dolls (1987). La película además se beneficia mucho de su excelente elenco, abarcando un Mark Hamill muy eficaz que le pone la voz al muñeco, un Bateman con una presencia escénica envidiable y por supuesto una Plaza en verdad gloriosa que aprovecha con una enorme sagacidad sus momentos en pantalla, reconfirmando que es una de las actrices más originales trabajando en la actualidad, como ya lo demostrase en Safety Not Guaranteed (2012), Life After Beth (2014), Ingrid Goes West (2017) y An Evening with Beverly Luff Linn (2018). Entre instantes sutiles de humor negro y una buena ejecución general, la muy entretenida propuesta quiebra la racha de malas remakes y nos regala una exploración amena en torno al fanatismo neurótico que suele enmarcar a la amistad durante la niñez…