El legado del diablo

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Por momentos pareciera asistirse a un espectáculo grotesco, absurdo. Cuando Annie (Toni Collette), la madre desesperada por la muerte que circunda a su familia, se desahoga entre los asistentes del centro de ayuda, su historia pareciera estar al límite de lo verosímil. Son demasiadas las desgracias, todas juntas. Y esperan otras.

El legado del diablo --título alejado del matiz supuesto por el original: Hereditary‑- llega con instantes así a tocar un equilibrio delicado, para trocar el relato de manera más honda, en una espiral donde yace otra historia. La película se transforma, de a poco, y hunde las uñas en un abismo que guarda razones en el árbol genealógico. Ahí, entre todos y todas, la abuela.

Porque es éste, precisamente, el inicio del film: la muerte de una matriarca de quien sólo quedan ahora recuerdos persistentes, caricias difuntas, una habitación vacía, y fotos en un álbum familiar. Un legado que todavía habita la casa, entre voces, sombras y cajas con libros, que parecieran ejercer una impresión indeleble.

Para adentrarse en esta situación de extrañamiento progresivo, el plano secuencia inicial delinea en el film lo que habrá de ser: lo hace al relacionar el afuera con el adentro --la casita exterior, de madera, vista desde la ventana de la casa familiar-‑, para luego ingresar en el vientre de una de las maquetas con las que Annie replica su mismo hábitat (esto es algo que se sabrá después). Allí dentro, comienza la acción, en el vientre, puede decirse, de una casa que está circundada por sí misma. Las razones del devenir argumental habrá que buscarlas en este planteo formal: como si fuese un hoyo cavado en el centro de la casa; y en ese hoyo, la casa reaparece.

La dualidad --o reiteración interior, porque se trata de una historia de suerte ya decidida, cuya lógica descansa en algo/alguien que ya ha deglutido a los personajes-‑ habilita a pensar la repetición de una maldición, un legado congénito, familiar, un mismo comportamiento del cual no poder salir. Hija vuelta madre, por un lado. Pero el destino de la nieta promete algo diferente, maniatada como está entre la madre y la abuela.

Al respecto, el hacer de la actriz Milly Shapiro es excepcional como la púber Charlie, con su rostro de herida honda, en quien la pérdida de la abuela duele. Entre lágrimas sin secar, nariz sin limpiar, de un perfil casi geométrico y expresionista, en ella, con ella, algo hubo. Entre abuela y nieta alguna instancia secreta sucedió. Algo tendrá que ver esa paloma que se estrella contra el vidrio de la escuela, y esa tijera con la que la niña se aplica al pájaro. También con su alergia a las nueces. Una serie de elementos que terminarán por delinear un panorama que, vistas las consecuencias, todo el tiempo estaba a la vista.

Este descubrir tendrá, así como a Annie con sus maquetas neuróticas (algunas de ellas, por trabajo, pero son las que más les cuesta hacer) y los encuentros de amigas con dolencias similares, también a Peter (Alex Wolff) por protagonista. En verdad, este chico de adolescencia maniatada --tironeado entre los mandatos maternos y el cuidado de su hermana-‑ terminará quizás por descubrirse a sí mismo, pero desde el lugar menos pensado, en medio de un entuerto que le engendrará un sentimiento de culpa que tal vez no pueda nunca redimir.

Él y la madre habitarán sueños compartidos, que pondrán en duda el origen de éstos así como la veracidad que de ellos se desprenda: no sólo en cuanto a lo que se ve, sino en cuanto a las palabras que entre ellos se digan, palabras que esconden rencores de años y explican mucho sobre el destino fatal que se cierne. Es por todo esto que la "herencia" sugerida en el título original aparece como una maldición legada entre generaciones.

La abuela, se decía, aparecerá como el agente de un plan trazado de forma minuciosa. En este camino o periplo maldito, la ópera prima del norteamericano Ari Aster se codea, evidentemente, con cierto clima ya trabajado en películas como la magistral El bebé de Rosemary, de Roman Polanski, o El hombre de mimbre, de Robin Hardy: la atención cuidadosa de ciertos amigos o vecinos comienza a provocar, así como en aquellos films, cierta sospecha. Una telaraña engañosa que culminará por revelar un plan maléfico, en donde los protagonistas serán títeres de la fatalidad. Cuando se den cuenta de esto tal vez sea tarde, o quizás decidan ser parte activa de lo que ¿involuntariamente? engendraron.

Lo mejor de El legado del diablo es la preparación de este banquete de pesadilla. Esos momentos pequeños, de matices sugerentes y sucesos horribles. Sobre todo el que tiene por protagonistas a Charlie, Peter y la fiesta, son momentos de tensión palpable, resueltos desde el fuera de cuadro y la elipsis. Luego habrá algunas --tal vez varias-‑ situaciones un tanto previsibles, enmarcadas en tópicos del género fantasmal, con invocaciones y médiums, además de un fuego con conciencia propia. Más algunos golpes de efecto quizás inevitables, entre puertas que se cierran solas, apariciones veloces y chasquidos de lengua invisible. Nada de todo esto se sitúa a la altura de la primera hora del film.

Como comentario inmanente, El legado del diablo es también un film capaz de perfilar al grupo familiar como nido de una enfermedad sostenida en el tiempo, neurótico y dedicado al bienestar propio, aun cuando esto le suponga el castigo y la represión sobre sus integrantes. Cuando alguno de ellos decida salirse, tal vez sus acciones no hagan más que continuar una misma inscripción casi genética, hereditaria, sujeta a un pacto con fuerzas tan extrañas como las que significan ciertos mandatos que siguen vigentes, aun en ausencia de sus responsables.