El eslabón podrido

Crítica de Juan Ventura - Proyector Fantasma

Pueblos Podridos
El director de Parapolicial Negro: Apuntes para una prehistoria de la triple A (2010) y La Memoria del Muerto (2012), Valentín Javier Diment, vuelve a la gran pantalla con El eslabón podrido (2015), un relato de género que profundiza alguna de las líneas temáticas de su última película, como el gore y la violencia explícita. Ambientada en un pueblito rural un poco perdido en el espacio y en el tiempo, la película elabora una aguda fábula de terror investida de crítica social que, sin embargo, arroja resultados desparejos en sus aspectos narrativos.

El escondido es una pequeña comunidad rural aislada en la que habitan una veintena de personas. Entre ellos está Raulo (Luis Ziembrowski), un leñador con retraso mental que vive con su madre Ercilia (Marilú Marini) y su hermana Roberta (Paula Brasca), la prostituta favorita del pueblo. Ellos se cuidan y se quieren incondicionalmente. Pero día a día deben compartir su rutina con personajes grotescos, chatos y desagradables, entre los que se destacan una pareja de ancianos, un matrimonio disfuncional, la dueña de un bar y un cura manipulador que utiliza la religión para mantener unida a la comunidad.

En ese contexto, sobre Roberta pesa una maldición: si se acuesta con todos los hombres del lugar, indefectiblemente morirá. Y tan sólo queda una persona con la que no se acostó: Sicilio (Germán Da Silva), el marido de otra prostituta, que la busca constantemente para concretar el acto sexual. El desarrollo de los acontecimientos determinará consecuencias trágicas para el pueblo.

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El tono siniestro de los personajes y el miserabilismo de su idiosincrasia son lo mejor de la película. Diment nos presenta a una sociedad repulsiva que, por un lado, habilita prácticas de explotación sexual y de sometimiento extremo y que, por otro, exalta diversos valores (como el respeto o la bondad), basados en un discurso ético-religioso tan convincente como hipócrita. Se trata de una mirada irónica, descarnada, que bien puede ser extrapolada para pensar en nuestras propias contradicciones como sociedad.

Sin embargo, quizás la exhibición de ese patetismo sea demasiado enfática y reiterativa en el guión. En ese sentido, la extensión de esa primera parte descriptiva termina siendo muy extensa y monótona, generando la sensación de que la historia no avanza. Esto cambia en la segunda parte, cuando la historia pasa del cansino drama rural al frenético relato de género. Allí, el festival de sangre, violencia y desmembramientos funciona muy bien, demostrando que es uno de los terrenos que Diment mejor conoce. No obstante, la falta de homologación entre los dos géneros y la brusquedad en el paso de uno a otro provocan un efecto bizarro, como si hubiésemos estado viendo dos películas distintas.

En definitiva, si bien El eslabón podrido logra articular una crítica social convincente, la falta de cohesión narrativa como efecto de su hibridación genérica, la determina como una película rara, irregular, despareja y, en cierta medida, desconcertante.