El dictador

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Aventuras del dictador exótico

Bienvenida sea la incorrección. No se trata de ninguna película que trascienda nada. Ni fronteras temporales ni relieve estético alguno. Pero es incorrecta.

En este sentido, asimilable al desmadre que supusiera Borat (2006), con Kazakhstan como nación ofendida cuando, en todo caso, debiera haber sido la misma Estados Unidos quien se sintiera aludida. Tal como ocurre ahora en El dictador, nuevo peldaño de humor corrosivo de parte del británico Sacha Baron Cohen, quien pareciera comulgar entre su trayectoria de raigambre televisiva y las interpretaciones para otros realizadores como Tim Burton (Sweeney Todd), Martin Scorsese (La invención de Hugo Cabret), y Tom Hooper (Los miserables, de estreno previsto para este año).

El dictador africano de Baron Cohen es una sumatoria de rasgos trillados, burlonamente reunidos, desde una corrosión que le sirve de pegamento. De nuevo, así como en Borat, no se trata ?solamente? de mirar con risa mal habida al extranjero, sino de disparar contra la pequeñez mental norteamericana. La caricatura del dictador Aladeen es confluencia de cómo Estados Unidos mira exóticamente a los líderes africanos/sudamericanos/árabes/etc. No importa confundirlos, son todos lo mismo, y basta para el caso la reflexión del agente de seguridad que John C. Reilly encarna, en uno de los varios cameos con los que el film se divierte.

El asunto vendrá dado por una visita a la ONU, con el fin de mentir el potencial en armas de destrucción masiva de Aladeen. Una vez en suelo americano, comienza entonces el asunto "príncipe y mendigo", con el líder por fuera de su corona y el imberbe pastor como su reemplazo. Situación que, antes bien, habrá de emparentarse con la supuesta por El gran dictador (1940) de Charles Chaplin, referencia evidente que el film de Baron Cohen habrá de destilar en un discurso final donde la democracia ?a la que Chaplin hablara? será ahora trastocada ?¿o no?? desde una mirada lunática.

Pero para ese momento cúlmine, grotesco, antes el ingreso de Aladeen al "modo de vida americano". Como un "refugiado", sin ropas ni alimentos, habrá de compartir trabajo con Zoey (Anna Faris), una enfervorizada militante de los derechos sociales y la vida natural. Si Aladeen significa un extremo burdo, sólo un contrapunto similar podía acompañarle. Es así que, desde un lado y otro, hombre y mujer habrán de lograr coincidir y disentir para, en última instancia, recuperar el trono usurpado o afeitar las axilas de ella.

Hay muchos gags, desde una constitución prácticamente televisiva. Pero algunos son memorables, incorrectamente memorables. Sólo ver, o casi ver, cómo Zoey enseña a Aladeen a masturbarse ?con inclusión de imágenes de Forrest Gump? y a descubrir cómo su propia mano puede convertirse en vagina. En esos momentos de desmesura, inconexos, hay también algo de frescura y sí, por fin, mucho de incorrección cierta.