El dictador

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Una tiranía basada en estereotipos

El creador de Borat dice haber compuesto la figura de Aladino con pedazos de distintos autócratas de todo el mundo, pero salta a la vista que su Almirante General es, antes que nada, una caricatura del dictador árabe por antonomasia.

“Doy mi palabra de que vamos a utilizar el uranio enriquecido con fines pacíficos”, asegura el Almirante General Aladino desde el balcón del palacio de gobierno, y no puede terminar la frase porque se tienta y se ríe. Con una barba como la de Saddam en el bunker, uniforme militar lleno de medallas y una guardia personal integrada por espectaculares vírgenes –siempre dispuestas a dejar caer su uniforme ante él–, Aladino es el presidente de por vida del país norafricano de Wadiya. Sacha Baron Cohen dice haber compuesto la figura de Aladino con pedazos de distintos autócratas, desde el propio Saddam hasta Khadafi y el iraní Mahmud Ahmadinejad, pasando por el norcoreano Kim Jong-il, a quien la película está amorosamente dedicada. Sin embargo, salta a la vista que el Almirante General es, antes que nada, una caricatura del dictador árabe por antonomasia. Ese que los medios, la imaginación popular y, para qué negarlo, los propios hechos ayudaron a construir. Es en esa concesión al consenso, al estereotipo incluso, donde el nuevo film del cómico británico halla una de sus debilidades de base.

El estereotipo siempre estuvo, es verdad, en el origen de todas las caricaturas de Baron Cohen, desde el rapper Ali G hasta el modisto gay Brüno, pasando obviamente por ese kazajo bruto de Borat. Pero había en ellos algo que los corría del estereotipo o les permitía sobrepasarlo. Ali G, blanco que pretendía ser negro, copiaba de los rappers lo más obvio; Borat era una representación del atraso en abstracto (la misma que en distintas culturas cristaliza en el polaco, el gallego o lo que fuera) y Brüno, una “loca” tan desaforada que terminaba resultando bigger than life. Habitante de un palacio ultrakitsch bañado en oro, atendido por su harén de serviciales guardianas, ordenando cortarle el gañote al mismo tipo al que acaba de abrazar, soñando con borrar a Israel de la faz de la Tierra o considerando que el nacimiento de una niña es la peor noticia que pueda dársele a una madre, Aladino responde puntualmente a todos y cada uno de los clichés del autócrata musulmán. Que sean clichés no quiere decir que no respondan a algo cierto, sino que el apuntar a lo ya conocido por todos los adocena.

Trabajando sobre el resorte cómico del doble –utilizado desde el teatro clásico hasta películas como Un hombre fenómeno, con Danny Kaye, y El bocón, de y con Jerry Lewis–, Baron Cohen y su trío de nuevos coguionistas (formados en series como Seinfeld y Curb Your Enthusiasm) urden una trama en la que Aladino viaja a Estados Unidos para participar de una reunión de las Naciones Unidas. Allí sufre una traición e intento de asesinato, es reemplazado por su “doble de riesgo” (un pastor de cabras semiimbécil, contratado para tal efecto) e intenta convencer al mundo de ser quien es. Si alguien alucina que el tema de la identidad tal vez trascienda aquí lo meramente instrumental, más vale que deje de tomar lo que estaba tomando. El obligado dictator-meets-girl queda muy bien salvado, por el hallazgo que representa el personaje de la chica en cuestión. Menudita, de pelo corto y aspecto andrógino, Zoey (Anna Faris) es un concentrado de corrección política, sexual, étnica y hasta nutricional (dueña de un almacén naturista, da empleo a refugiados de países pobres) y funciona como perfecto espejo dramático de Aladino, que a esta altura adoptó una falsa personalidad (los dobles se duplican) para poder ser acogido por la muchacha.

Además de espejo, Zoey es blanco de la incorrección política con la que tanto le gusta provocar a Baron Cohen, que descarga sobre su personaje un vertedero de chistes y comentarios racistas, sexistas y jurásicos, que difícilmente ofendan a ningún espectador ubicado desde la longitud 10 oeste para acá. El chiste, ésa es la cuestión. Despojados de la estructura de falso documental que permitía a Borat y Brüno funcionar como boomerangs políticos, develando a la población estadounidense como mil veces más facha, reaccionaria y homofóbica que los propios personajes, y por lo visto no muy proclives a construir personajes y una narración, Baron Cohen y sus coguionistas acuden, para sostener el relato, a lo aprendido en televisión: el chiste, el gag, el punchline. Lo cual, en el caso de los coguionistas, es paradójico: debe haber habido pocos programas cómicos, en la historia de la televisión, tan hipernarrativos como Seinfeld.

Como suele suceder, algunos de esos impromptus son geniales (una historia de amor dentro de la vagina de una parturienta, el facho yanqui que compone un lamentablemente breve John C. Reilly), otros muy buenos (cierto chino obsesionado con someter sexualmente al entero firmamento masculino de Hollywood, el altar de famosas y famosos a los que Aladino pasó por su cama, un memorable “The Menudo Incident”, los temas pop en versiones árabes, interpretados por el grupo Zohar) y otros, entre zonzos y fiacas. Esta opción por el chiste pone a El dictador más cerca de las películas de los hermanos Zucker (Y dónde está el piloto, Top Secret, La pistola desnuda) que de Borat. Más cerca del sketch que del cine, en una palabra.