El cuento de las comadrejas

Crítica de Nicolás Ponisio - Las 1001 Películas

Comadrejas y moralejas.

El director ganador del Oscar Juan José Campanella regresa a la pantalla grande con una nueva versión del clásico Los muchachos de antes no usaban arsénico (José Martínez Suárez, 1976), que para el director de Luna de Avellaneda y El secreto de sus ojos, se trata de uno de los mejores films del cine nacional. Manteniendo la presencia intencional de ser una comedia negra, el relato cambia la guerra de los sexos que poseía la original para convertirla en una batalla generacional, una seguidilla de duelos actorales que pierde más de lo que termina ganando debido a la artificialidad y la poca sutileza de sus diálogos, evidenciando un uso del lenguaje más teatral que cinematográfico.

La historia, a cargo de Campanella y Darren Kloomok, se centra en la ácida mirada y las diferencias entre lo viejo y lo nuevo, entre el pasado casi olvidado y el avasallante presente carente de respeto —ambos aspectos están representados por sectores o grupos de personajes. Por un lado, las reliquias vivientes del cine clásico que se encuentran perdidas dentro de una imponente casona a las fueras de Buenos Aires: una vieja leyenda de la cinematografía, la actriz Mara Ordaz (Graciela Borges) que habita en los pasillos de los recuerdos junto a su marido y co-estrella de sus films Pedro De Córdova (Luis Brandoni), el director de ambos, Norberto Imbert (Oscar Martínez) y el elocuente guionista Martín Saravia (Marcos Mundstock, más conocido por ser integrante del grupo cómico Les Luthiers). Por otro lado, la modernidad y villanía del relato se encuentra en la presencia de Francisco Gourmand (Nicolás Francella) y Bárbara Otamendi (Clara Lago), quienes a través de falsos halagos buscan hacerse con la propiedad para lograr un importante negocio inmobiliario.

El problema del film subyace en la escasa construcción que realiza en torno a sus personajes y en la nula naturalidad con la que las intenciones de cada uno de ellos se hacen presentes. Constantemente la historia apela al humor sin lograrlo, no porque el tono ácido y mordaz que maneja no resulte bueno, sino porque son lo acartonado y subrayado de su mensaje y moralejas escénicas lo que lo tornan torpe y descuidado en su forma. En el sentido actoral, los que de mejor manera hacen creíbles a sus personajes son Mara y su guionista Martín. La primera, más cercana a la Norma Desmond de Sunset Blvd. (Billy Wilder, 1950) que a la estrella olvidada que interpretaba Mecha Ortiz, hace que la historia se encuentre enfocada en un juego de humor y guiños al mundo de la cinefilia nacional e internacional, a la vez que la presencia de su antiguo guionista acude a la rápida mordacidad de las palabras y el intelecto.

Sin embargo, ese empecinamiento por reforzar y evidenciar constantemente la autoconciencia cinéfila del film hace que el elenco que da vida a los personajes esté más en función de ello, denotando ser una extensión del propio y poco verosímil libreto, que en desarrollar y hacer partícipe al espectador de lo que se busca narrar. Mientras que en el apartado visual hay un gran logro por la puesta de cámara y la manera en que el director escoge captar con un brillo encantador a las apagadas figuras del estrellato, es la poca naturalidad de la química entre personajes, lo forzado de los diálogos y las situaciones cómicas nacidas de ellos, lo que demuestra que Campanella tiene más talento contando a través de las imágenes que basándose en el guion como construcción narrativa. En ese aspecto, no es sino hasta su tercer acto que la historia capta la atención gracias un bien estructurado ritmo de tensión y humor que nace de un clima de suspenso, que ejecuta herramientas cinematográficas al mismo tiempo que habla sobre ellas, creando con sus personajes un homenaje respetuoso al cine y su poderío —quizás lo único respetuoso ofrecido por el film.

A su vez, resulta llamativo que un film como Los muchachos de antes no usaban arsénico, de más de 40 años, posea aún hoy en día un efectivo poder interpretativo, cuando bien sabido es que el cine clásico generalmente no contaba con ello al tener una impronta más artificial. De forma contraria, El cuento de las comadrejas se muestra como un claro ejemplo de modernidad avejentada, artificiosa. El director rehace un film que según él es de los mejores y no logra hacerle justicia. Todo lo contrario. El pasado lucirá apagado y casi olvidado, pero la arrogancia del presente sale perdiendo en comparación. Los muchachos de antes no usaban arsénico y los directores de antes no eran demasiado obvios.