El clan

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La angustia corroe el alma

La película menos inspirada de un gran director igual puede tener algo perturbador. Lo que no quiere decir necesariamente que se trate de una buena película. Más bien puede ser lo contrario. El clan, la última película de Pablo Trapero, un paso más en la dirección de un cine con vocación masiva que incluya una fuerte marca autoral, esa combinación que el director argentino parece empeñado en alcanzar desde hace años, quizá muy especialmente desde Leonera, resulta tan fallida como misteriosa. Cuando uno termina de ver El clan, la historia de los crímenes de la familia Puccio sigue siendo un enigma, detalle que por cierto no mejora la película. Trapero tenía todo para esgrimir otra clase de misterio: de qué modo y por qué las bestias se transforman en bestias, y cómo su condición de tales convive con las formas burguesas y el ejercicio de una ciudadanía más o menos sensata y respetable para los extraños a la familia. Puccio venía aparentemente de ejercer actividades pesadas en tiempos de la última dictadura argentina y luego se transformó en cuentapropista del crimen secuestrando y matando personas, acaso un poco protegido por algunos de sus amigos que se reciclaron y siguieron ocupando cargos en las fuerzas de seguridad una vez comenzado el período democrático. Pero en la película no se establece nunca en forma cabal la relación que los Puccio tenían con sus víctimas. Trapero no se preocupa por aclarar si pertenecían a un mismo círculo social, si frecuentaban los mismos lugares, si tenían puntos específicos de contacto. Hay algunas referencias menores relacionadas con que algunas de las personas secuestradas eran conocidas de los miembros de la familia, especialmente en el mundo del rugby al que pertenecía Alex, el hijo mayor, pero no se describe con claridad qué lugar ocupaban exactamente en la sociedad de San Isidro de los primeros años ochenta que la película recorre. ¿Había una cuestión de clase flotando en la decisión de secuestrar a esas personas y no a otras con igual o más dinero? ¿Puccio veía prosperar a sus pares mientras su fortuna declinaba, perdía ascendencia en la sociedad sanisidrense después de haberse construido a sí mismo desde un origen poco o nada aristocrático? No se sabe. No se ve actuar a los Puccio con las víctimas antes de que estas se conviertan en tales, no se sabe mayormente si unos y otros comparten fiestas, clubes, lugares casuales de encuentro. Arquímedes Puccio está casi siempre en su casa, barriendo la vereda del negocio familiar, comiendo con su familia u ocupándose de las tareas escolares de sus hijos. La película no explica con claridad la operatoria de los secuestros, solo lo mínimo; algún diálogo donde Puccio estudia los movimientos de las presas y da alguna indicación a sus hijos (primero Alex, después Maguila) y a sus colaboradores, un par de tipos de avería, probablemente viejos compañeros de andanzas. De modo que El clan no termina de funcionar como thriller. Puccio quiere dinero, eso es obvio. ¿Tiene alguna otra motivación? ¿Envidia? ¿Algún rencor secreto? No lo sabemos. Las víctimas parecen elegidas al azar; Puccio es una máquina que solo parece vivir para su tarea, su trabajo extra, con el que hace el verdadero dinero y pone negocios.

Una situación dramática relevante podría haber sido observar cómo en la normalidad vive el horror. El plano secuencia que es parte fundamental del trailer oficial de la película demuestra que esa era con toda probabilidad una de las ideas centrales de El clan. La escena muestra a Puccio, interpretado por un concentrado y relativamente medido Guillermo Francella, llevando un plato de comida en una bandeja desde la cocina, pasando por el living, subiendo al segundo piso, pasando por delante del cuarto de su hija menor (la integrante más chica de la familia, la única que presuntamente ignora lo que ocurre en la casa), luego por un segundo cuarto vacío, cuya puerta cierra a su paso, para desembocar finalmente en el baño donde está maniatada y con los ojos vendados la víctima. La metáfora no puede ser más clara: en lo doméstico habita el horror. Pero, veamos: ¿es una declaración general, como cuando Hitchcock afirmaba que había que devolver el asesinato al seno de la familia, donde pertenecía de pleno derecho? Trapero se muestra más modesto y parece confinar su figura retórica, montada en una secuencia muy bien realizada y elocuente, solo al universo de la película y de esa familia que habita en ella. El director tiene un monstruo, o quizá más de uno, pero las implicaciones monstruosos de su historia permanecen vaporosas y se pierden en la tensión evidente de los momentos calientes de la película: los operativos de secuestros propiamente dichos, la tirantez ocasional de Puccio con Alex; la irrupción de la policía en la casa. El uso de la música, especialmente las canciones que marcan la época, produce un contrapunto un poco fatuo con la violencia al modo de Scorsese, como si Trapero buscara imprimir sobre las escenas una adrenalina extra para sorprender al espectador con un deleite inopinado que lo haga establecer cierta empatía incómoda con los secuestradores. Hay dos secuencias bien logradas en ese registro: un secuestro fallido que concluye antes de tiempo y el final, donde el tono trágico se precipita definitivamente sobre la película.

Respecto de la falta de un universo cohesionado en el que conviven el horror y la cotidianeidad, eso que el trailer prometía, o que por lo menos demostraba que sabía que tenía como posibilidad, es probable que haya que achacarla a los titubeos proverbiales de Trapero para diseñar situaciones de “normalidad”. No hace falta decir que Trapero es un muy buen director, uno de los mejores; pero su mundo es siempre el de los seres dañados, desconcertados, que se ven obligados a aprender todo de nuevo. No ha habido rasgos de normalidad verdadera en casi ninguna de sus películas, por lo menos no en el sentido cotidiano más taxativo, con gente reunida alrededor de una mesa viviendo un día común y corriente. Esa clase de cosa se nota que al director le cuesta muchísimo, sencillamente no se siente cómodo con ellas. En Nacido y criado, la “parte burguesa” de la historia es débil, suena falsa, poco creíble. El blanco de los ambientes tiene incluso una gravedad clínica, la escena de sexo no destila felicidad ni gozo (al margen, Trapero es quizá el director que mejor filma el sexo en el cine argentino), como si el matrimonio estuviera ya destruido, antes de la tragedia que divide el relato en dos. La película gana después, con la pantalla anchísima atrapando a su personaje en los paisajes alucinatorios del sur argentino: está perdido, no sabe qué paso. La aventura del protagonista es también la del espectador, que aprende cosas del mismo modo en que lo hace el primero, ese tema magnifico del cine de Trapero que tal vez encontraba su expresión máxima en El bonaerense.

En El clan, en cambio, no se aprende nada. Los personajes están ya inmersos en la historia. El espectador no ve lo que ellos ven; no miran al mismo tiempo que ellos. No sabe si son psicópatas, si a su modo son víctimas de un sistema de relaciones institucionalizadas donde la pertenencia social lo es todo; no sabe si lo único que quieren es dinero. Solo ve esa familia, el clan, inmerso en su mónada; sus integrantes están aislados del mundo que los rodea salvo por los breves apuntes del éxito deportivo de Alex. Cuando el chico se pone de novio, ya ha juntado una cantidad de plata grande y empieza a dejarse ganar por la conciencia acerca de lo terrible de su situación, el padre intenta ponerlo en caja diciendo: “Vos cobraste la plata ¿y ahora te querés borrar? ¿Quién te convirtió en el crack del rugby, el que todos admiran? Yo lo hice. Yo”. Desgraciadamente tampoco vimos eso. La relación de dependencia de la familia con el padre tenemos que darla por supuesta, no asistimos a ella, no está construida cinematográficamente (salvo en una breve escena en la que el padre acompaña al hijo a comprar zapatos, Alex quiere unos, pero luego delante del vendedor elige los que le ha indicado el padre). Respecto del probable temor reverencial del resto de la familia hacia la figura paterna no vemos nada. Siempre es la palabra del personaje de Puccio versus imágenes que faltan. En definitiva, no sabemos nada. Ese escamoteo –de motivaciones, de imágenes, de pistas acerca de cómo los personajes están donde están, como se convirtieron en lo que son – se extiende de una manera descorazonadora a toda la película. La última víctima, la señora que levantan una noche caminando tranquilamente por la calle, parece haberse convertido en víctima de casualidad. ¿Era, otra vez, un personaje encumbrado de la sociedad de San Isidro? La película se pierde las implicancias que podrían desprenderse del contexto social, esa sombra siempre al margen, que solo accede a manifestarse torpemente en su fase histórica, cuando unos pocos carteles dispersos brindan alguna clase de información acerca del momento institucional del país, acaso queriendo ubicar al espectador en el tiempo como si se tratara de una crónica en la cual únicamente el dolor tiene la última palabra. La película luce apurada, va a toda velocidad hacia la tragedia, eso lo vemos bien, en la que el peso de la figura del padre destruye directamente al hijo. Trapero se muestra dispuesto a pulsar una cuerda nueva, en la que la frialdad del horror parece contaminar cada escena, incluso aquellas que deberían representar la normalidad de la familia: los diálogos no cuajan del todo, las actuaciones no siempre dan el peso. Hay una sensación de incomodidad no deseada en esos momentos, por lo cual, cuando lo terrible se manifiesta al final del pasillo no se produce el contraste que el plano secuencia del trailer imaginaba, ese recorrido que empezaba, acaso no casualmente, en la cocina con un plato de pollo y terminaba en el baño, con un hombre desahuciado. De algún modo, sin embargo, El clan se las arregla para ofrecer chispazos perturbadores con su confusión narrativa, o en sus alardes en la banda sonora que incluyen varias canciones célebres (una novedad casi absoluta en el cine argentino), como Just A Gigoló en la versión de David Lee Roth, un tema de Creedence o el omnisciente Sunny Afternoon de los Kinks, que aparece dos veces con su letra, y una tercera vez en un ominoso remix con su introducción estirada e intervenida que acompaña el plano secuencia de Puccio yendo a darle de comer a su víctima. Lo que queda claro es que algo corroe el alma de los personajes, un angustia ontológica cuya irradiación alcanza también al espectador, que asiste a ese espectáculo montado como un circo lúgubre, oscuramente incomprensible.

En definitiva, la película podría estar cobijando la tesis de que las relaciones que sostienen la sociedad son una farsa, una mascarada. Pero como no se exploran los vínculos de victimas y victimarios no sabremos si no es algo que no se construye porque se da por hecho, como si el espectador ya supiera eso y no hubiera necesidad de demostración alguna. Uno podría preguntarse, entonces, para qué está la película, si una proposición tan audaz, en caso de que exista, se da por supuesta. En un plano culminante de Familia rodante, una comedia del director jugada aparentemente en tono costumbrista, la abuela de la familia miraba hacia el fuera de campo con ojos inescrutables durante largos segundos en los que se adivinaban los restos melancólicos de una fiesta de la cual parece ser la única sobreviviente lúcida. En El clan, Trapero no tiene a nadie que mire de esa manera, con semejante expresión de desencanto y perplejidad, o que aporte una mirada ambigua que resignifique lo que se ha visto, que eche una luz, aunque sea dudosa, sobre lo que antecede a ese momento. El hecho menos acreditado y acaso más inquietante de su película es que sus personajes ahora son animales sin capacidad de reflexión ni sorpresa, son criaturas mecanizadas acerca de los cuales nadie piensa tampoco. Un mundo negro e inexplicable en el que la película parece sumergida sin remedio.