El atelier

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Marcas sociales de un taller literario

Una profesora de literatura y sus alumnos alimentan la descripción realista de un ámbito portuario en Francia, con una estructura que toma prestados elementos del thriller.

Elegir ciertas palabras y no otras: esa es la cuestión central en la vida profesional de cualquier escritor. Y, desde luego, decidir cuál es la historia que se desea contar. Eso es lo que desea transmitirles a sus alumnos Olivia Dejazet, la escritora y circunstancial docente interpretada por Marina Foïs en El atelier, el último largometraje de Laurent Cantet que, a casi diez años del estreno de Entre los muros, es también su primera película rodada en Francia en mucho tiempo. Pero Olivia no es una profesora cualquiera y el grupo de jóvenes que asiste a sus clases no pertenece a una elite cultural. El lugar es La Ciotat, cerca de Marsella, una ciudad portuaria que supo ser en el pasado un centro de construcción de grandes navíos y que ahora, luego del cierre de una gran cantidad de empresas durante las últimas dos décadas, ha debido reconvertirse y dejar de lado esa idea de pertenencia a un sitio a partir de la ligazón con los pormenores del oficio. Los estudiantes del atelier de madame Dejazet son los hijos y nietos de esos trabajadores de puerto, constructores y artesanos marítimos –varios de ellos, a su vez, hijos y nietos de inmigrantes de países africanos–, habitantes de una Europa muy distinta a aquella conocida por las generaciones anteriores.

Nuevamente con un guion coescrito junto a su habitual colaborador Robin Campillo (el director de 120 pulsaciones por minuto), Cantet intenta cruzar en El atelier –como ya lo había hecho en El empleo del tiempo– la descripción realista de un ámbito social, la preocupación por el estado de ciertas cosas y una estructura que toma prestados elementos del thriller o, si se quiere, del film de suspenso. En este caso, asimismo, la cuestión de la creación literaria adquiere un peso de enorme relevancia y es reflejo a su vez de la construcción narrativa de la película. Muchas preguntas. ¿Cómo crear un relato de tintes policiales que incluya una mirada política sobre ciertos hechos del pasado, como la férrea resistencia de los trabajadores portuarios al desguace de sus fuentes de trabajo? En esa creación colectiva de los alumnos, ¿puede incluirse la acuciante cuestión de los conflictos generados por las corrientes migratorias contemporáneas? ¿Y qué decir del resurgimiento de los nacionalismos más endurecidos y de su primo cercano, la xenofobia?

Las discusiones entre los jóvenes –muchas veces intensas y, en algunos casos, hirientes–, la mirada colectiva sobre ese grupo de personajes (interpretados por actores sin experiencia previa en la pantalla) comienza a cederle el lugar a la relación entre la docente y uno de sus alumnos, Antoine (el también debutante Matthieu Lucci), un muchacho de tez blanca sumamente inquieto que, en algunos de sus ratos libres, se reúne con amigos a beber, a jugar a la videoconsola y a practicar tiro con un arma de fuego. La visita nocturna y sigilosa de Antoine y compañía a un campo de refugiados impone una primera nota inquietante, que a partir del momento en el que el muchacho comienza a seguir y a observar de cerca a Olivia adquiere tintes hanekianos (a pesar de ello, Cantet nunca echará anclas en las aguas crueles en las que suele bañarse el cineasta austríaco). El atelier alternará el punto de vista de ambos personajes –la mujer parisina y el muchacho de La Ciotat– al tiempo que el interés de la primera por el segundo –en principio como sujeto de investigación para una futura novela– comienza a tornarse un tanto peligroso.

Más allá de la construcción de las jugosas escenas de discusión en clase –durante la cuales se debaten cuestiones formales, pero también se habla sobre el ataque terrorista en el club Bataclan– y de una excelente secuencia en la cual los estudiantes recorren los abandonados talleres portuarios, El atelier nunca termina de forjar su objetivo autoimpuesto, esto es que el choque entre la escritora parisina de clase media y el joven de familia trabajadora encarne en una dialéctica donde se pongan en tensión distintas miradas sobre el mundo. Hay algo superficial e incluso trivial en la manera en la cual el film termina describiendo a esos dos personajes: la pequeñoburguesa que escribe novelas violentas, pero no logra comprender las motivaciones de determinadas reacciones más allá de lo puramente literario, y el muchacho obsesionado con el culto al físico y los cuerpos militares de elite que parece estar a un par de años de ingresar a un partido de extrema derecha. La escena climática es el mejor ejemplo de esa imposibilidad simbólica, a tal punto que termina pareciéndose al texto amateur de los alumnos de un taller literario.