El árbol de peras silvestre

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El doloroso regreso de Sinan al hogar

Nominada a la Palma de Oro en Cannes, el film del director turco ofrece un viaje alucinado que confronta contradicciones y supuestos, en un clima poético.

Volver a casa después del viaje, luego de estudiar, ya graduado. Una vuelta que se anuncia melancólica, teñida pronto de matices amargos. Es decir, las imágenes son bellas, los planos abiertos y extraordinarios. El aire se siente. Los sonidos son confortables. Pero hay una sensación que percude de manera silenciosa, de la que será difícil sustraerse. Volver a casa es hacerlo al lugar conocido. Sin embargo, la habitación propia fue alterada. Hay que volver a ordenar los libros. Y los libros son el tema, el desarrollo, el corolario de la película.

Uno de ellos será multiplicado. Embalados, pesarán toneladas. El fin es que sean leídos. Mejor aún: que sea leído. Entre el plural y el singular, la diferencia se revelará sustancial. Para ello, el cometido secreto, íntimo, que este film admirable guarda. Película que es, a su vez, ese libro, con el cual comparte título: El árbol de peras silvestre. En él está lo que habría escrito Sinan (Dogu Demirkol). Es él quien regresa a su pueblo. Y es él quien podría ser el autor de las palabras de esas páginas. El libro es la promesa que Sinan traza respecto de sí, su horizonte de escritor novel, que vuelve a su pueblo con la confianza puesta en publicarlo.

El film del turco Nuri Bilge Ceylan apuesta por una imagen poética que altera lo visto, lo reconocido, gracias a una sensibilidad matizada.

En el día a día, entre el hastío y lo cotidiano, Sinan se revuelve. Todo continúa muy parecido. Él, el escritor, el graduado, tal vez sea maestro de escuela como su padre. Sinan discute con todos, dialoga y confronta. Le espera un examen de admisión. Algo a lo que no responde con demasiada gana. Mientras, salen a su encuentro cruces más o menos fortuitos. Entre ellos, un diálogo telefónico con el amigo policía. Entre chistes y sonrisas cómplices, las golpizas y la violencia del amigo aparecen entre las anécdotas favoritas. Ese amigo no deja de ser un espejo posible. Si no se es maestro, tal vez policía. El espejo replica de varias maneras, entre tantas imágenes como rostros circundan.

De esta manera surgen también la figura y la voz de una mujer, entre las hojas del otoño. La conversación delata una amistad de años atrás, que choca con la inminencia de lo que habrá de ser: el casamiento, tal vez forzado, con alguien adinerado. Luego, uno de los besos más bellos que ha filmado el último cine. Con un rastro de sangre que el labio de Sinan guarda como herida. No será la única. Algún golpe en el rostro sobrevendrá.

Pero entre las justas, la que sobresale es la verbal. El árbol de peras silvestre contiene secuencias de diálogo permanentes, que ponen a prueba las aseveraciones de Sinan ante cada interlocutor: amigos, imanes, funcionarios, literato, madre y padre. En una de las secuencias próximas al desenlace -que combina, notablemente, la desazón ante la propia historia familiar con una dedicatoria sentida hacia la madre-, es la madre quien dirá al hijo algo que bien valdrá de alerta al espectador: "No me fío de ti, te cuidas de tener la última palabra".

Las tres horas de duración son la extensión que la película requiere para imbuir al espectador del trance en el que está sumido su protagonista.

Esta "última palabra" tiene que ver, a los fines narrativos, con el lugar desde el cual el relato se erige. En todo momento Sinan es quien guía al film, a través de él se observa y se mira. Sinan, el escritor, conversa todo el tiempo sobre lo que el pueblo -dice él- es, acerca del libro que ha escrito, enuncia afirmaciones que discuten con quien se le opone. Y esa sumatoria de escenas o momentos con las que él explica el contenido de su libro, no dejan de asimilarse a la sucesión secuencial misma de la película. Quizás por esto haya momentos en donde la linealidad falla, con destellos fugaces que el montaje guarda, a través de falsos raccords casi imperceptibles.

Así, el diálogo entre Sinan y el escritor consagrado (¿otra de sus posibilidades de vida?) contiene una digresión entre las imágenes, que contradice la continuidad de lo visto. Se trata de un momento de lluvia, entrevisto desde el interior de la librería. Un momento que es precedido por un acercamiento de cámara, hacia el rostro de ese escritor con el que Sinan discute (esa otra cara posible de sí mismo). El recurso semeja al de Otto Preminger en Laura. Entonces, y como en aquel film maestro, ¿en qué territorio se para la película? ¿Cuán cierto es lo que sus imágenes dicen? No es el único caso, hay otros más evidentes. Que luego ponen en duda lo asumido: como la procedencia de un librito rojo, su venta u olvido; así como la anécdota sobre una infancia lejana, cuando Sinan fuera bebé, descansando entre hormigas que le cubrían el cuerpo. A la vez, hormigas que nada impide pensar desde la figuración buñueliana-daliniana, merced a la deriva sígnica que el montaje implica.

Por todo esto, no estaría demás rever el móvil que aparentemente explica los desaires de Sinan, acunados por el malestar que le significa la imagen de un padre atenazado por deudas de juego. Pero esto es lo que la superficie dicta. La imagen nunca corrobora algo semejante. A partir de allí -de esta confianza depositada en alguien a quien el film mismo dicta como no confiable- la película prosigue su andadura. Entre imágenes que hechizan. Y un perro que podría ser varios. Cada uno de ellos, variaciones de un mismo interrogante. El perro es visto, se pierde, corre, se lo persigue, se asusta. Y reaparece. Si se deja al ánimo naufragar entre las asociaciones nada impedirá, por un lado, atender a la anécdota primera, la de la vuelta al hogar de este joven escritor; por otra parte, el despliegue de posibilidades es ilimitado.

El film del turco Nuri Bilge Ceylan (quien ha obtenido en su trayectoria variados reconocimientos internacionales, nominado innumerables veces y ganador de la Palma de Oro) apuesta por una imagen poética que altera lo visto, lo reconocido. Lo afecta gracias a una sensibilidad matizada, que se distribuye de manera amable, elegante, a lo largo del tiempo. De este modo, las tres horas de duración son la extensión que la película requiere para imbuir al espectador del trance en el que está sumido su protagonista.

Aquí, por eso, lo que debe ser atendido. Si Sinan es, como se decía, el lugar ambiguo (porque no es confiable) desde el cual el film se sostiene, habrá que atender a la secuencia final, la única en donde la mirada ya no será la suya, y en donde el raccord (la continuidad) se revela esencialmente falso. De este modo, el cine cobra un vuelo de asunción poética. Algo que la película anuncia desde su comienzo e intensifica de modo gradual, hasta arribar a un desenlace capaz de arrojar tanto una mirada invernal como la asunción de un destino (esa palabra con la cual Sinan se debate tanto) que se revela metafísico. Lo extraordinario es cómo, cualquiera sea la resolución que se elija, ninguna de ellas contradice a la otra.