El acto en cuestión

Crítica de Cecilia Martinez - Función Agotada

Todas las vidas, mi vida

“Soy un fraude“, podría decir Miguel Quiroga, y yo podría hacer propia la frase. Calculo que alguien alguna vez se va a dar cuenta. Porque casi nadie sabe lo que cuesta escribir, lo que cuesta lidiar con la propia mierda. Con la sensación de sentirte una simuladora. Pero como todo simulador, hay que ir para adelante, para que el tiempo no te alcance, para que no se note, para que los caracteres te aplasten. Y corran a una distancia irrecuperable, inmensa.

Inmensas son también algunas películas, que como huracanes vienen y arrasan todo a su paso, como monstruos desmedidos, como entes descomunales difíciles de procesar. El Acto en Cuestión es una de ellas. Porque en su centro se mezclan la amistad cómplice, el amor como dependencia, el éxito como problema, la mentira como sistema de vida. Pero también están los secretos, el ascenso social, el engaño, la fascinación, la frustración.

Pero la película de Agresti es también una puesta en abismo (como la tapa del disco Ummagumma de Pink Floyd, que se encierra a sí misma hacia el infinito a través de un cuadro): es una historia dentro de otra, como esa casa de muñecas infinita. Y el acto en cuestión puede ser cualquiera de esos actos, uno solo o todos ellos juntos, además del acto de magia que es su centro. Pero también el acto de escribir sin saber, de escribir abrumada.

No me pasa muy seguido eso de sentir que estoy frente a una película tan universal, un testamento fílmico sobre la vida y la humanidad. Tal vez esa sensación esté en parte relacionada con cierta grandilocuencia técnica, ese blanco y negro y los planos oblicuos y cenitales, perfectamente compuestos, que le dan un aire de suntuosidad y magnificencia. O con la banda de sonido original de Toshio Nakagawa. O con la presencia de ese personaje descomunal, Miguel Quiroga, el mago que robaba y leía libros compulsivamente y que encontró, en uno de ellos, la clave del éxito y la fortuna. Pero también el talón de Aquiles de su farsa.

El Acto en Cuestión funciona como el reverso de El Ilusionista (2010), la película de animación dirigida por Sylvain Chomet y basada en un guión escrito por Jacques Tati, que cuenta la historia de un mago en decadencia que visitaba un pequeño pueblo, donde conocía a una chica que estaba convencida de que él era un mago de verdad. En una de las escenas finales, Tatischeff, el protagonista, dejaba escrito en una nota la frase “Los magos no existimos”, como declaración absoluta de su invisibilidad ante a sí mismo y ante al mundo. Ser frente a los demás es esa mierda: en algún momento sentimos que alguien va a notar que tenemos la bragueta baja. Y todo se derrumbará.

Miguel Quiroga es el opuesto de aquella película. El ilusionista de San Cristóbal que estuvo esperando durante mucho tiempo la oportunidad y que, una vez que la encontró, de manera azarosa, la explotó, erigió su vida sobre ella y disfrutó de su fama desmesurada. Lo que todos veían (cómo hacía desaparecer cosas) alguien no podía verlo. Su novia Sylvie no veía lo que los demás podían ver, era inmune frente a su magia y era quien terminaba desencadenando el principio del fin.

El Acto en Cuestión es un truco bien contado, una historia que se siente enorme.

¿Era Miguel Quiroga un mago de verdad o un simple producto de la ilusión y la credulidad de su público? Ese interrogante nunca se resolvía pero tampoco importaba demasiado. Lo que importaba era el camino que uno elegía y cómo se lo contaba al mundo. El mudo Antonio era buen fotógrafo pero nunca había logrado transmitir el verdadero sentido de su arte. En el circo, para triunfar, antes que cualquier truco, lo importante era venderse bien, saber ganarse al público. Todo, en definitiva, es un acto, un gran truco que hay que saber montar. Un buen truco es desaparecer detrás del procedimiento. Que nunca se note que en el fondo todo es un acto de charlatanería.

Y El Acto en Cuestión es eso: un truco bien contado, una historia que se siente enorme pero que no es más que una pequeña porción dentro de ese gran paisaje que es la vida como un entramado infinito de simulaciones, vidas de distintas personas que, miradas desde lejos, parecen marionetas de una gran casa de muñecas, digitadas por una fuerza superior invisible que las mueve. Una historia dentro de otra más grande que, a su vez, es contenida por otra aún mayor. Por eso El Acto en Cuestión se siente inmensa, inabarcable, como la obra de teatro que Philip Seymour Hoffman intentaba montar en Synecdoche New York (Charlie Kaufman, 2008), otra película sobre la existencia y su representación. Y sobre el fracaso del mundo personal que se deshace debajo de los pies.

La vida es como un acto de magia, uno se engaña a uno mismo y a otros, haciéndoles creer que lo que uno hace es importante y digno de atención. La vida es como un acto de magia, uno elige cómo contarla, qué condimentos ponerle y el remate final, y trata de hacerla durar lo más que se pueda sin que nadie descubra la verdad. Ojalá funcione, una vez más.

Así es la vida y así es El Acto en Cuestión.